Monday, April 17, 2017

Casi Azul

Evaporarme
            -Quisiera-
Como un silencio azul
Que besa el aliento de tu melancolía
            embriagadora…
Como un acorde
suspendido en lo alto de la noche
cuando el viento rudo de la madrugada sopla,
y el humo encendido de tu recuerdo quema.
Desvanecerme
            -Quisiera-
Como una voz que se alza
            contra esta soledad amarga,
            Taciturna, Esteparia,
Para decirte al oído que no estás sola.

17 de abril de 2017

Monday, June 30, 2014

Sombra

Voy hacia a ti seguro de no hallarte.
Y en tu ausencia, en tu olvido,
en el desgarramiento dulce del aire que atraviesa el pecho,
en la tranquilidad pacificadora que sólo inspiran los sentimientos más nobles y puros,
el alma irredenta encontrará sosiego...
Y te dejará ir,
como se deja ir un barco que se aleja sin mirar atrás,
entre la bruma,
iluminado por el sol de la tarde...
bajo el abrazo frío del azul del firmamento.

Thursday, March 27, 2014

Rosa

La sombra luminosa
de tu aura de rosa
-Abrigo triste
de la noche eterna-,
llena de espanto
esta soledad animal,
soberana y pura,
sideral,
amarga…
Acorde triste,
de una vida obscura;
caja negra de
mordaz contemplación
Paz marchita,
Prófana nota
de la noche y el olvido.

¿Qué será del sol sin ti?

Monday, May 27, 2013

Fin del mundo

29 de mayo de 2013
Tokyo

La noche duerme
sobre las densas plumas del cuervo.

Su pico artillado,
de acero y oscuro marfil,
acecha en lo alto.

Su sombra,
pesada y quieta,
flota en el agua.

Un perro la mira,
discreto,
Sintiendo la tibia brisa de mayo...

Extiende la pata hacia el agua,
curioso.

Al tocarla,
el espejo se rompe y
el mundo muere.

Tuesday, November 27, 2012

Confesión de un asesino

Nota preliminar: el texto que se transcribe a continuación fue escrito para la clase "Asesinos en serie: una aproximación desde las humanidades", cursada por el autor en la Universidad del Rosario, en el segundo semestre de 2012.

Confesión de un asesino
27 de noviembre de 2012


Al matar al hombre he cumplido un acto de justicia universal. El hombre común preda, destruye, tala, tortura y mata sin razón, destruyendo el equilibrio único y magnánimo de la naturaleza. El hombre merece morir por su comportamiento contra-natura. El hombre es el gran rebelado: robó la manzana del paraíso, renunció a su condición de animal feliz y pasó de revolcarse en el cómodo fango de la inconsciencia a las tortuosas alturas del conocimiento y la historia. El precio que tuvo que pagar fue su transfiguración en un ser criminal.

El acto fundador de la humanidad fue un crimen: no fue al asesinato de Abel; fue el hurto de Eva y la complicidad y desobediencia de Adán, lo que causó el holocausto del paraíso, la renuncia a la feliz condición de la inconsciencia animal, sustituida por la trágica condición del hombre elevado a la categoría de dios, creador y destructor de la vida. A partir de entonces, sólo el hombre - entre todos los seres de la creación - puede reclamar para sí el pérfido báculo del crimen, el horror y la injusticia.

El  gran insurrecto debe morir. Y ha muerto. Le corté el cuello como a una res y lo vi desangrarse lentamente, con ojos desorbitados, como pidiendo auxilio, pero sin poder hablar; la sangre saliendo a borbotones por la boca, inflada como espuma. El gran rebelde murió degollado y torturado, y con él murieron todos los hombres. La tortura tiene por eso algo de mágico. Permite matar a alguien una y mil veces, matando simultáneamente a la humanidad entera a través de él. Cortar un pedazo de piel, arrancar una uña, quemar con ácido un pezón, despellejar un párpado, picar una oreja o causar una muerte lenta, son actos contra la humanidad; en buena hora.

Torturar a alguien es una forma de purificarlo, y simultáneamente es una forma de torturar con él a toda la humanidad, desollándola y expiándola sin prisa. En el hombre torturado ella se condensa. “Acariciarlo” es acariciar a la humanidad; destruirlo, es destruir a la humanidad y reivindicar con ese acto la vida de todo lo que ha muerto por las manos del hombre; la tortura se vuelve entonces un acto de justicia divina y de creación. La tortura es un retorno al balance único, inmutable y eterno que existió antes del hombre y que existirá después de él.

Despellejar al hombre es un acto de creación porque es una forma de escribir la historia, de impedir el olvido, no sólo de la víctima, instrumento del artista, sino de la gesta heroica del torturador. Los hombres débiles hablan del deber de recordar, de no olvidar los actos de barbarie cometidos por otros, y con eso le hacen un gran favor a todos los enemigos de la humanidad, como yo, que queremos dejar impresa sobre la piel de aquella una cicatriz indeleble, como puesta con una vara de hierro hirviente.

Las cicatrices sobre la piel de los hombres son como las letras de un libro… hablan de lo que hemos sido y de lo que somos: seres repugnantes que elevaron el crimen a la categoría de norma universal. Pero las cicatrices sobre la piel de la humanidad, en cambio, son como un canto lírico, pletórico de emoción, que eleva su voz hasta los más recónditos confines del cielo y del mar, bañándolo todo con una lluvia azul y fría, como una triste tonada convertida en llanto, que desciende directamente de los ojos putrefactos de dios.

El hombre es un ser bajo y ruin, y mi venganza contra él y la humanidad es una contribución a la purificación de su alma. Con mi hoz extraigo de él el pecado y salvo al mundo. Torturándolo le hago ver los ojos del creador y el poder de la naturaleza; le recuerdo su condición animal. Le ayudo a que, por medio del dolor, todo pensamiento adicional se nuble, y sólo queden él y su cuerpo viviendo un eterno presente. Los seres elevados viven el eterno presente a través de la meditación, mientras que los seres bajos y ruines sólo pueden llegar a él a través de un inmenso dolor.

Esa es mi huella, esa es mi obra: abrir las puertas para que los hombres puedan conocer el rostro de dios. Soy la llave maestra. Soy la venganza de todo lo que era y será después de la humanidad. Soy el gran titán de la naturaleza hecha hombre, que la defiende matando al hijo insurrecto. Soy la última paradoja, que reafirma la grandeza de la creación por medio de la negación de la vida del hombre. Soy la cara más oscura de la muerte, envuelta en una mortaja impenetrable. Abre los ojos una vez y me verás a mí, como una luz negra y oblicua; ábrelos otra vez, y ahí estará dios, en todo su esplendor. Y estarás tú, mirándole a él, a través de mí, con ojos de perro acorralado, sintiendo que la muerte está cerca. Y tendrás razón. Ya no podrás escapar de mí. Soy la voz y la mano de dios en el mundo. Soy el gran inquisidor.

La muerte del hombre por mis manos es justa. No mato por envidia, orgullo o pasión. Ninguno de esos sentimientos mezquinos daña mi alma. Mato porque el hombre no merece vivir. El hombre de hoy sólo vive para destruir y consumir, y no se da cuenta. ¿Pero, por qué matar al hombre al final de todo, después de la expiación lograda a través del dolor? ¿No bastaría con la tortura? No; las obras deben ser terminadas…

Un hombre torturado que vuelve a la vida no logra descubrir a dios. Se limitará a vagar por el mundo, creyéndose un mártir con derecho a la compasión humana. El hombre torturado que vuelve a la vida es como una costra viviente. El hombre torturado, pero vivo, es como el grito de Munch[1] - un aullido sin alma; el hombre torturado que se enfrenta a la realidad de la muerte es como el perro de Goya hundiéndose para siempre en la arena, que trasciende a través de la visión de dios lograda en el último instante.[2]

Yo soy cruel por necesidad. Infligir dolor es la única forma de ayudar a que otros conozcan a dios y comprendan la futilidad de la vida, entendida como un devenir; pero la revelación final sólo llega en el momento de la muerte; es en ese instante supremo en el que el hombre llega a la convicción última, única y fugaz, de que todo ha terminado, de que sus esperanzas eran en vano, que el devenir de la vida nunca estuvo en sus manos, y que al final, nada tiene sentido; sólo la entropía subyacente a la creación y la vida entendida como un eterno presente tienen algo de lógica en medio de un universo que está mucho más allá de nuestra capacidad de comprensión. La muerte es, entonces, la verdadera resurrección del hombre. Es entonces, en ese momento final, en el que no hay marcha atrás, en el que el hombre abre los ojos y entiende. Es en ese momento en el que todo cobra sentido.

No es en la vida después de la muerte en donde el hombre encuentra la salvación. Es en el instante único, supremo y fugaz de la muerte, en el cual el hombre trasciende y se funde desde su subjetividad - objetivada a través del dolor  y la muerte - con el universo y el presente. Es en ese momento, en el cual todas las cosas superfluas del mundo se extinguen para siempre en nuestra mente, cuando finalmente entendemos el sentido de vivir aquí y ahora, en el ya único y eterno que viene siendo y será.




Monday, October 1, 2012

Mis muertes

17 de septiembre de 2012 – 12 de noviembre de 2012

Las muertes  de los seres, objetos o ideas queridos(as) son relevantes porque al acaecer morimos nosotros con ellos un poco también, transformándonos en algo distinto, ni peor ni mejor, pero nuevo. Parte del proceso de conocernos, de entender quiénes somos y por qué somos lo que somos, implica comprender el impacto que sobre la propia vida ha tenido la muerte real o simbólica, de lo que queremos. Por ejemplo, la pérdida de un libro que nos gustaba, la muerte de una relación, la muerte de los seres queridos o la muerte de una ideología.

Por eso he intentado recoger a continuación las muertes que han impactado mi vida, y que, de alguna forma, se han convertido en mis propias muertes. Este documento busca saldar una deuda que tengo hace mucho tiempo con la vida, conmigo y con los seres amados que se fueron y ya no volverán, haciendo un intento honesto por organizar recuerdos, sentimientos y premoniciones, que de otra forma se perderán para siempre.

Claudia Silva

Claudia Silva murió ayer. Tenía cincuenta y cinco años o poco más. Hoy por la tarde fui a su funeral y me conmovió el discurso de uno de sus hijos, que a duras penas rondaba los veinticinco años. Pensé durante la misa que las iglesias seguramente se construyeron pensando en ese momento supremo de la vida que es la muerte. Se construyeron para hacerle sentir a los que seguían vivos, que el “más allá” es como una iglesia: un lugar tranquilo, con coros de ángeles y bóvedas inmensas, distinto al mundo de afuera, con sus mezquindades y perfidias, con su tristeza y su pobreza.

Al terminar la misa, un mendigo se paró justo al lado del marco de la puerta de la iglesia. Mientras la gente salía, siguiendo al catafalco alzado por los hombres de la familia Silva,  el mendigo pedía dinero en voz alta. Entretanto los familiares y amigos dábamos un último adiós a Claudia antes de su partida hacia los Jardines de Paz. Mi madre emergió entre la masa informe de gente, por el pasillo central del recinto, con los ojos llorosos, compungida por la muerte inesperada de su amiga; impotente, frente a la eternidad de la muerte.

Después de que los familiares de Claudia hubieron subido el ataúd al carro fúnebre, me alejé de la iglesia, caminé tres cuadras hacia el occidente y al llegar a una avenida principal, empecé a caminar hacia el sur, pensando en la vida y la muerte. A medida que avanzaba, fui consciente de que me aproximaba al lugar en el que mi abuela había vivido los últimos años de su vida. Me dio tristeza pensar que ya no podría visitarla. Pasé frente a su apartamento y me dio nostalgia ver las cortinas de su hogar, intactas, cerradas, protegiendo ese lugar sagrado en el que vivimos junto a ella tantos momentos felices y tristes.

Unas cuadras después vi a los vendedores de flores a los que solía comprarles rosas los fines de semana antes de visitar a mi abuela y la tristeza en mi alma se redobló.

Teresa Roldán de Vanegas

Mi abuela materna falleció el 20 de julio de 2011. Fue una mujer lúcida hasta poco antes de morir. Durante los últimos años de su vida, bien entrados los ochenta y tantos, aún contaba con una memoria asombrosa anécdotas de su juventud, de su vida adulta, de mi abuelo, de su secuestro, de la muerte de su hijo – mi tio José Alberto – a temprana edad, de sus padres y de sus citas con los médicos. Pero las semanas previas a su muerte fueron para ella una suerte de camino irreversible hacia el olvido. Las últimas veces que la vi me observaba con una mirada perdida, abstraída, sin reconocerme.

A veces tenía momentos de lucidez y parecía reconocerme. Pero no duraban mucho. La última vez que hablé con ella, en respuesta a mis palabras “abue, te quiero mucho”, ella me respondió “yo también te quiero mucho”. Después de ese día no volvimos a hablar. La seguí visitando, pero ya no hablaba. Se limitaba a mirarme con una expresión contenida, con una cierta renunciación, como presintiendo lo que venía; y sonreía cuando alguien le decía que Millonarios había ganado algún partido de fútbol.

La agonía de mi abuela fue larga. Tuvo varias complicaciones clínicas sucesivas. La diabetes se le fue complicando, la hipertensión también, y eso sumado a dos preinfartos que había tenido recientemente, fueron episodios que fueron delineando el desenlace inevitable. Cuando creímos en algún punto que estaba mejorando, la llevamos al apartamento de una de mis tías para que tuviera una atención más cercana. Pero allá sufrió un accidente que hizo necesario someterla a una cirugía de cadera, la cual terminó por debilitar su salud.

Ahora pienso que ese largo proceso de desvanecimiento de su salud le dio el tiempo necesario para hacer las paces consigo misma, con su familia, con sus amigos, con sus recuerdos. Murió a las 3 de la tarde del día en que Colombia celebraba 201 años del grito de independencia. Eso contribuyó a que bajo mis ojos su muerte tuviera un significado particular. Su muerte fue su propio grito de independencia, fue su liberación de este mundo; pero también fue un episodio que rompió otras ataduras, negras, que su vida cargaba consigo y que afectaban la vida de otros.

Recibí una llamada pocos minutos después de su fallecimiento. Yo estaba con mi madre almorzando a pocas cuadras del hospital. Regresamos corriendo a la clínica, en donde habíamos estado desde el mediodía, y entramos a verla. Mi familia empezó a reunirse alrededor suyo. Mi madre empezó a cantar una ronda para niños compuesta por ella: “Duerme, duerme, niña de la montaña… Tierra, abrigo, sol; tierra abrigo sol…” Todos cantamos con ella, cogidos de las manos, dándole un adiós final, a mi abuela Teresa. La abrazamos, la besamos y nos despedimos poco después.


Dante

Mi perro murió por mi culpa. Dejé en mi cuarto una caja de cereal abierta y me fui a cine. Dante metió la cabeza en la caja para comerse lo que había adentro y no pudo sacarla. Se asfixió. Así de simple y de horrible. Ese día recibí una llamada de mi madre cuando me disponía a entrar a la función. Me contó lo que había pasado. Mientras me dirigía otra vez a la casa conservaba la vaga esperanza de que no fuera cierto lo que me había dicho. Pero al llegar vi que mi esperanza era infundada.

Dante yacía tirado en el piso de la sala, inerte. Lo abracé, lo besé  y lloré desconsolado, por un tiempo que pareció interminable. Pocas veces había sentido un dolor tan grande. Los perros son seres puros. Nos dan alegría, nos hacen felices, y nos “quieren”, sin pedir nada a cambio. Sólo requieren lo necesario para vivir.

Ese día envolvimos a Dante en una cobija especial que teníamos para él. Creo que también lo envolvimos en una toalla blanca. Después lo metimos en una bolsa negra, y en ella mi madre metió un muñeco de peluche que se parecía a él, y yo puse una foto que nos habíamos tomado los tres en un paseo que hicimos a Bojacá en 2009. La foto tenía un marco que decía “Juntos por siempre”. Era una foto especial porque en mi casa siempre fuimos solo dos antes de Dante: mi madre y yo. Él era desde 2005 el nuevo miembro de la familia.

Y la muerte le llegó así, siendo aún un perro joven, con una vida larga por delante, de la nada. Todavía hoy, después de su muerte en noviembre de 2010, pienso en él y se me enluta el alma. Todavía escucho a mi madre cantándole una canción en el lugar que lo enterramos, en un lote de Suba, en medio del frescor de la naturaleza.

Cuando pienso en él, lo recuerdo sentando en las escaleras de nuestra casa de Cedritos, con las patas traseras en un escalón superior a las patas delanteras, buscando otros perros en la acera de enfrente. Por alguna razón le gustaba sentarse así. También recuerdo que por las mañanas, cuando yo salía de la ducha y regresaba al cuarto a cambiarme, él estaba acostado sobre la almohada de mi cama, aprovechando el calor que había en ella, mirándome con cara de yo no fui. Era como el protagonista de esa novela fantástica de Paul Auster: Tomboctú. A veces simplemente se acostaba al lado de la puerta del baño, para calentarse con el vapor caliente que salía por debajo de la puerta. Pero cuando yo salía del baño, corría veloz hacia mi cuarto y se metía en las cobijas.

Isabelita

Conocí a mi tía Isabel en agosto de 2002 en Nueva York. Isabel era una de las hermanas de mi abuela Teresa. Desde finales de los años noventa empezó a sufrir de alzheimer, el cual avanzó rápidamente, hasta llevarla a un punto en que sólo los recuerdos más profundos de la infancia y la juventud se mantenían a salvo. Isabel era la madre de Horatio y Leonardo Forero. En esa primera visita que hice a Nueva York Horatio me permitió quedarme en su apartamento, ubicado en el norte de Manhattan – lugar en el cual él cuidaba celosamente de su madre – durante cuatro días de un verano extremadamente caluroso.

La noche que llegué a Nueva York Horatio me recibió en su apartamento, ubicado en un viejo edificio de Harlem. Me ofreció de comer y beber, jugamos ajedrez y me mostró algunos videos de sus artistas favoritos. En especial recuerdo su gusto por Jimmy Hendrix. Mientras tanto, Isabelita nos acompañaba, sentada en la sala, mirando la televisión, a Horacio, y a veces a mí, con cara de extrañeza.

Cuando ella me miraba él le decía: “Mamá, él es Ca-mi-lo, el hijo de Myriam, la hija de Teresita, su hermana; ¿se acuerda?” Y entonces ella sonreía y decía que sí. “Sí, Myriamcita”, decía. Y Horacio continuaba: “¿Se acuerda de Teresita? Su hermana. Y de Juancho y Lilia. Camilo vino desde Colombia. Salúdelo”. Ella me miraba y sonreía. Decía que yo era “buenmozo”, frase muy normal entre todas las tías del mundo. Y después se quedaba mirando hacia adelante absorta, por algunos minutos.

Horatio mientras tanto, hacía como si estuviera tocando una guitarra eléctrica, acompañando con su mímica los sonidos estridentes y mágicos del concierto de Jimmy Hendrix en Woodstock. Pocos minutos después todo volvía a empezar: él le preguntaba: “Mamá, quíen es él”. Ella no sabía. “El es Ca-mi-lo, el hijo de Myriam, la hija de Teresita…”, y así.

Cuando se acercaba la medianoche, Horatio llevó a su madre al cuarto en el cual dormían los dos. La acostó en una de las camas y volvió a la sala. Al llegar me dijo, con acento agringado: “Oiga Camilo, como yo tengo que cuidar todos los días a mi mamá nunca salgo. Voy a salir a verme con una amiga y no me demoro. Si Isabelita se para dígale que se acueste otra vez y que yo no demoro.” Y salió.

El había preparado para mí un colchón en la sala de la casa. Por el calor intenso de esa noche de verano – calculo que ascendería a cerca de 40 grados centígrados a la medianoche – el apartamento tenía algunos cuantos bichos. Yo, para eludirlos, me envolví en las sábanas de la cama, a pesar del calor. Cuando intentaba dormir, escuché los pasos y la voz de Isabelita. “Horacito, Horacito”. Pero Horacito no estaba ahí. Al verme la tía me miró con cara de susto. Yo le dije “Isabelita, soy Ca-mi-lo, el hijo de Myriam, la hija de Teresita, váyase su merced a dormir. Horacio ya regresa”.

La misma escena se repitió por lo menos 4 veces hasta las 3:30 de la mañana. A esa hora Isabelita volvió a ponerse de pie y empezó a caminar, con el peso de sus ochenta y tantos años de edad, por el apartamento. Yo, en silencio, la observaba. Se detuvo frente a un espejo del corredor de la casa, con su pijama larga hasta las rodillas. Empezó a mirarse en el espejo, sin percibir – ni recordar – que yo estaba en la sala. Estuvo mirándose durante muchos minutos. Un gato negro que vivía en la casa, que me hacía pensar en el gato negro de Poe, se le acercó, a jugarle. Ella lo pateó. El gato maulló fuerte y se espigó, sacando las garras, pero sin atacarla. Ella siguió mirándose en el espejo.

Yo, escondido, metido en las sábanas, sufría por ella. Si nadie estuviera ahí para ver lo que yo veía, Isabelita sería una especie de ser invisible esa noche…

Muchos años después, en 2009, quiso la buena fortuna que yo pudiera cursar mis estudios de maestría en la Universidad de Columbia, también en Nueva York.  Pero no fue hasta 2010, hacia el final de la maestría, que volví a ver a Horacio y a mi tía Isabel. Me sentí culpable por no haberlos visitado antes. Pero después de verlos una vez más, me decidí a apoyarlos en lo que pudiera.

Ella me causaba tristeza. Pensaba en lo que había sido su vida y en lo que se había convertido. Pensaba en los momentos felices que ella habría vivido durante su juventud y después pensaba en los muchos años que llevaba en su estado actual. Sentía compasión y admiración por Horacio: un hijo entregado por completo a la vida de su madre. Él la defendía a capa y espada, explicando siempre que las personas con alzheimer entienden lo que pasa a su alrededor, y que debemos expresarles nuestro amor, porque ellos sienten, sufren y se alegran.

Tiempo después, pocas semanas antes de la muerte de Dante, Horacio me expresó su deseo de venir a Colombia. Sus padres habían vivido desde hace muchos años en los Estados Unidos, por lo cual Isabelita y él no visitaban Colombia hace décadas. Horacio tenía la idea de que traer a Isabelita a Colombia le haría refrescar viejos recuerdos y que ver a sus hermanas (las hermanas de mi abuela) la alegraría infinitamente.

Después de pensarlo le dije a Horacio que mi madre y yo los recibiríamos en nuestra casa en Bogotá. Y eso hicimos. Un buen día Horacio llegó a Bogotá con Isabelita en silla de ruedas. Fuimos por ellos al aeropuerto; y con mucha dificultad los subimos a un taxi y partimos hacia la casa. Debo decir que lo que hicimos esos días fue toda una proeza. En tiempo record llevamos a Isabelita a ver a sus hermanos: Lilia, quien estaba en un ancianato en Chía; y Juancho, que vivía en el segundo piso de una casa estrecha en Zipaquirá y todavía podía recitar de memoria los discursos de Jorge Eliécer Gaitán. Mi abuela Teresa ya estaba muy enferma por esos días, por lo cual no la pudo recibir en su apartamento. Ellas nunca se despidieron.

Después de cuatro días en Bogotá, Isabella y Horacio regresaron a los Estados Unidos. Yo volví a ver a Horacio en unas circunstancias mucho menos felices, en mayo de 2012. Por diversas razones tuve que viajar a los Estados Unidos por esos días, y quiso el destino que mi viaje coincidiera con el fallecimiento de mi tía Isabel.

Me encontraba en Miami, un día antes de mi viaje a Nueva York, cuando supe la noticia. Casualmente, en Miami vive el otro hijo de Isabelita, Leonardo. Tan pronto supimos la noticia, mi primo Severiano y yo fuimos a la estación de gasolina en la cual trabaja Leonardo. Al llegar nos saludó como si nada. Entramos y lo abrazamos. Se le aguaron un poco los ojos, pero después siguió firme como un roble, sin doblegarse. Pensé que los seres humanos reaccionamos de formas muy diversas frente a la muerte y al dolor. No sé en dónde lo habrá metido Leonardo en ese momento. Probablemente en lo más profundo del alma.

Al día siguiente viajé a Nueva York y un par de días después fue el velorio. El velorio fue triste y solitario, pero sobrio y digno. Horacio buscó las mejores fotografías de Isabelita y las personas que ella quería de su álbum familiar y organizó unas carteleras de fondo negro, con las fotografías pegadas sobre ellas, y también organizó unos álbumes con otras fotos de su madre. A medida que las personas iban llegando al velorio él iba mostrando las fotos y contando historias sobre la vida de ella.

Yo desde otra esquina de la sala lo miraba conmovido, admirado por esa fuerza tan extraordinaria, por la pureza absoluta del hijo que da todo por su madre y que después de años de cuidarla con paciencia infinita y dedicación, se enfrenta a un futuro nuevo e incierto.

José Alberto

José Alberto fue el hijo menor de mi abuela Teresa. Era pelirrojo, blanco y pecoso como un vikingo. También fue el único varón entre toda la descendencia de mi abuela y por lo tanto el mimado de la casa. A los 25 años ya tenía una casa en Girardot y un Mercedes último modelo. José Alberto se estrelló en ese carro contra un árbol entrando al Peñón, el 11 de enero de 1992, cumpliendo una sentencia que alguna vez mi abuelo José, su padre, dijo: los carros son máquinas de matar gente.

José Alberto le dejó a este mundo dos hijas como legado: una, fruto de su matrimonio, y otra, fruto de un romance fortuito. No hablo con ellas casi nunca, pero sé que ambas llevan por dentro un dolor profundo. Ambas quisieran haber conocido a su padre.

Mi abuela cargó el dolor de la muerte de Pepe, como le decía mi familia, durante toda su vida. Siempre que hablaba de él le lloraban los ojos y le temblaban las manos, y siempre que iba a la casa familiar en Girardot llevaba flores al lugar del accidente.

El día del entierro de Pepe yo tenía 10 años. Es el primer funeral de un ser cercano del que yo tenga memoria. Solo recuerdo a mi abuelo triste, llorando, por la muerte de su hijo, en la iglesia. Recientemente mi tía Angela me contó que en la funeraria, mi abuelo agarró el ataúd y empezó a estremecerlo, casi hasta tumbarlo, gritando en un aullido desgarrador: “¡Párate! ¡Párate!”

Los muertos y mi padre

No sé por qué razón, siendo aún muy joven, mi padre consideró que era importante que yo me familiarizara con la muerte. Tal vez pensó eso porque era consciente de que su propia vida pendía de un hilo y quería prepararme para eso. Por esos días habían sido asesinados varios de los líderes de la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano, con los cuales  él tenía alguna cercanía o amistad.

Fuimos a Jardines de Paz. Vimos desde la distancia un funeral. El ataúd descendía lentamente hacia el fondo de la tierra. Mi padre me explicaba que la muerte es natural, que es el último capítulo de la vida, sin el cual ésta no tiene sentido.

Hoy, más de veinte cinco años después de ese momento, a mis 32 cumplidos, pienso que, tal vez sin quererlo, esa actividad de fin de semana era una forma de decirme que si algo le pasaba, todo estaría bien. Era una forma de aliviar mi dolor. Era una forma de prepararme para su propia muerte.

Pipe

Cuando nuestros seres queridos fallecen, la memoria que tenemos de ellos se derrumba como una estatua hecha de cal, demolida por la tempestad del tiempo. Destellos de recuerdos a veces se alzan como una columna de fragmentos de mármol incandescente, para desaparecer en la niebla de nuestra memoria unos segundos después, muchas veces para siempre.

Los recuerdos son como diamantes minúsculos incrustados en los lugares más recónditos de nuestra mente.  El rio de nuestro intelecto a veces los encuentra, los despierta de su sueño tranquilo y los arrastra como un remolino tumultuoso de pensamientos, imágenes y palabras, depositándolos después en el delta infinito del olvido. Hay pensamientos, recuerdos e ideas, que nunca vuelven; con frecuencia recordamos cosas que no volveremos a recordar nunca más.

Yo quisiera no olvidar ninguno de los recuerdos que tengo de mi abuela Pipe – el ser más puro y noble que conocí jamás; uno de los pocos seres que realmente me amó. Quisiera que todos ellos fuesen transfigurados en piedras eternas, indestructibles, que perduraran más allá de mí, de la historia y del mundo. Quisiera ponerlos en un altar, desde donde eclipsaran el brillo de todos los planetas, estrellas y dioses; quisiera que fueran como titanes de fuego, únicos y eternos…

Mi abuelo Rafael fue uno de esos hombres eternamente ausentes. Por eso Pipe crió a sus 7 hijos prácticamente sola. Esto lo supe después de su muerte. No sé por qué nunca me interesaron demasiado sus años de juventud mientras vivió. Casi siempre los nietos asumen que sus abuelos siempre han sido ancianos; es como si pensaran que sus abuelos siempre fueron así.

La crianza de sus hijos tuvo lugar en medio de muchas dificultades. En alguna reunión de navidad le escuché a mi padre y a mis tías recordar entre nostalgia y risas cómo en innumerables oportunidades encontraban la nevera de la casa vacía y los dramas que tuvieron que vivir alrededor de esa angustiosa situación. Quien no ha sentido la presión de la cuenta regresiva para pagar las cuentas de los servicios públicos sin tener cómo hacerlo o quien no ha tenido la nevera vacía por semanas o ha tenido que vivir “al debe” con el tendero de enfrente, no conoce el dolor que esa situación genera – no tanto por el hambre propiamente, sino por el dolor que la miseria genera en el alma.

A pesar de todo, la mayoría de sus hijos salieron adelante. Dos tuvieron una muerte prematura, siendo aún muy jóvenes, y supongo que su partida debió dejar un hondo vacío en su corazón. Con todo, durante mis años de niñez nunca percibí en ella el menor asomo de tristeza o resignación. Después de todas las dificultades, mi abuela siempre tuvo para mí y sus nietos la mejor disposición de ánimo, cientos de abrazos, caricias y las más dulces palabras de afecto… “mi Camilito” – me decía.

Los recuerdos que tenemos de la gente, sobre todo los recuerdos más antiguos, giran casi siempre alrededor de objetos o acciones, no de ideas ni palabras. Los que tengo sobre Pipe son sobre todo recuerdos relacionados con cosas; después de recordarlas  es fácil reconstruir imágenes, sensaciones e incluso acciones, y después de eso es relativamente fácil completar un cuadro con visiones plausibles de cómo podía trascurrir un día típico con ella.

Un día promedio en casa de mi abuela podía trascurrir más o menos así: llegar a su apartamento una hora o dos antes del almuerzo; ver un cuadro de árboles invertidos y multicolor colgado en el hall de entrada hecho por mi tío Andrés; y jugar con mi primo Juan Sebastián en la sala de la casa, con carros de juguete, J.I. Joe´s o Transformers, al compás de la Sinfonía del Mar de Piero, los Canticuentos o los Panchos, reproducidos con esa tesitura sonora única que generan los discos de acetato – todo ello en medio de los llamados de atención de la abuela para tener cuidado con las porcelanas y del olor a un ajiaco suculento en preparación.

Una vez pasábamos a la mesa, Petra – una negra tumaqueña que acompañó como empleada a mi abuela durante décadas – nos iba sirviendo. Todavía recuerdo su voz ronca y alegre entrando y saliendo de la cocina, sus ojos y dientes blancos e inmensos iluminando la sala,  y el contoneo de su culo y tetas inmensas, que me primo y yo, a pesar de nuestra corta edad, mirábamos con cierto recelo y admiración.

Después pasar a manteles y devorar el almuerzo, el cual venía acompañado con arroz, aguacate, alcaparras (que yo siempre le sacaba), crema de leche, mazorca y jugo de guayaba servido en un vaso de vidrio de rombos que antes había servido como frasco de mermelada de mora o fresa, venía el postre, que típicamente era una chocolatina Jet, de las pequeñitas, con lamina para coleccionar en el álbum de historia natural, que nunca pude llenar porque siempre salían monas repetidas.

Al terminar, agradecer a la abuela por el almuerzo, ir a su cuarto y leer los comics de las últimas páginas de la revista Cromos, en particular Calvin & Hobbes, Olafo o Garfield, o alguna revista de Condorito; y si el cansancio lo exigía echar una siesta en su cama, bajo la protección de una cortinas pesadas y verdes, que blindaban ese pequeño hogar y ese cuarto acogedor, de cualquier amenaza exterior. Por último, entrar al cuarto de mi tío Andrés, invadido por ese olor a él, dulce sin ser dulzón, único y acogedor, y observar sus dibujos incansablemente, o verlo dibujando, embelesado por la magia de su creatividad, la cual quedó plasmada en el universo irrepetible de su obra.

Durante mi niñez viví con mi abuela Pipe durante varios meses. No recuerdo mucho de esa época, pero sé que fueron días felices. Ella me llevaba al paradero del bus, en donde me recogía la ruta 5, la cual tardaba como una hora en llegar al colegio. Por la tarde, puntualmente me recogía, alrededor de las cuatro de la tarde. Una tarde, teniendo yo 8 o 9 años, por causa de un diluvio bogotano, el bus no llegó a dejarme a tiempo. Llegó conmigo 2 o 3 horas tarde, cuando caía la tarde. Petra y mi abuela estaban pegadas del techo, pero al llegar al paradero, ahí estaba Petra esperándome, paciente y – aunque no lo recuerdo – probablemente empapada. Mi abuela, al igual que yo, siempre recordaba esa anécdota, y al contarla se reía con muchas ganas.

Mi abuela era una mujer tierna, espigada, amorosísima, usaba enaguas blancas y faldas grises un poco debajo de la rodilla, medias veladas color carne, blusas delgadas de manga larga con arabescos; tenía una colección de platos de varios países y cultura del mundo colgados en la pared de la sala; iba misa; era austera, arreglaba su ropa en la costurería, compraba el pan en la pastelería de la esquina; tenía un mueble de madera en la sala de la casa en la que siempre guardaba paquetes llenos de chocolatinas Jet, que nunca faltaron; tenía el pelo corto, la piel blanca y delicada, lisa, con muy pocas arrugas, incluso durante los años más entrados de su vejez; contaba con un rostro bonito y suave, tierno, de persona buena; tenía en la sala un equipo de sonido con tocadiscos plateado, como hecho en acero, en el cual sintonizaba la HJCK o en el cual ponía los discos de música clásica que mi padre le había traído de la Unión Soviética o Cuba o que otras personas le habían regalado.

Durante los años que la conocí, sufrió mucho por dos de sus hijos. El más joven, Andrés Enciso, fue un creativo dibujante y periodista, protegido bajo la falda de su madre, que según ella llegaba tomado con frecuencia por las noches y en algunos periodos parecía que usara el apartamento de su madre como hotel. El otro, un hare-krishna empedernido, desempleado eterno, pero hijo, hermano y tio amoroso, también era el centro de sus preocupaciones. Tuvo ella que morir para que este último, Germán, cobrara mayor independencia y viviera su propia vida.

En las navidades o en los cumpleaños mi abuela siempre me regaló lo mismo: medias, pijamas, pañuelos o calzoncillos… medias, pijamas, pañuelos o calzoncillos. Creo que con mis otros primos varones pasó lo mismo… medias, pijamas, pañuelos o calzoncillos. En esas fiestas yo era feliz. Siempre rodeado de primos felices, alrededor del ala protectora de mi abuela, que nos amaba sin reserva.

El fallecimiento de Pipe fue triste. Algunos días antes fui a visitarla a su lecho de muerte. Pasó sus últimos días postrada en una cama, cuidada por Amanda, su última empleada y enfermera, en un apartamento ubicado debajo de la Avenida 9 con calle 124. El estado de quietud casi absoluta en una cama terminó por quebrantar su salud y algunas laceraciones en la piel se fueron haciendo cada vez más evidentes. Sus labios se le fueron pelando y sufría mucho porque le ardían. Ella, que siempre fue santa y buena, no necesitaba de la purificación que el dolor causa sobre las almas atormentadas o perdidas, y sin embargo el dolor cayó sobre ella como un zurriago inclemente, en la forma de un lupus depredador, preparándola para la muerte, en un relámpago final de ardor pacificador.

Por esos días mi padre estaba fuera del país en el exilio. Por eso no pudo ir ni al funeral ni a la cremación de mi abuela. Sufrí mucho por él. ¿Qué puede haber más triste que no poder darle un último adiós a los padres amados? ¿Qué puede haber más triste que no poder darles un beso en la frente, acariciarles el pelo una última vez, susurrarles al oído unas palabras finales de afecto y reconciliación? También me entristeció que mi padre algunos días antes le había enviado por intermedio mío una carta desde el exterior, la cual no le entregué en vida.

El día del funeral, llevé la carta conmigo y fui a la iglesia en la que tendría lugar la ceremonia. Aunque yo no lo recuerdo, sé por boca de otros familiares que el cura llegó tarde una hora. Hay seres a los cuales la vida se empeña en negarles esos pequeños derechos; en este caso el derecho a ser despedido dignamente.

Al salir, nos sentamos con mi primo Juan Sebastián en un andén. El lloró varios minutos, en un ataque pletórico de tristeza,  que me conmovió hasta el alma. Después fuimos a los Jardines de Paz, en donde tuvo lugar la cremación. Después de las últimas palabras religiosas de despedida pronunciadas por un cura en la capilla crematoria, me colé a la parte trasera de la misma, por donde entran los ataúdes al horno crematorio. Al estar allí, esperé que apareciera el catafalco en el que estaba mi abuela, me paré frente a él y le leí a mi abuela la carta que le había escrito mi padre. No recuerdo su contenido, pero sé que su tono era amoroso y tierno, casi poético. Era la carta de un hombre – condenado al ostracismo – dirigida a la madre amada, a la cual añoraba en la distancia. Después deposité la carta en el catafalco – o eso creo recordar – y salí con el alma un poco más en paz a reunirme con los demás.  

Años después, mi tía Yolanda Enciso lanzó las cenizas de mi abuela Pipe al mar. Desde entonces ella volvió a unirse con el todo, con dios, con la tierra, el fuego y el viento, y forma parte de mí, del aire que respiro y de la luz que alumbra cada día. Ella está acá, presente, en la inmanencia absoluta de la creación.

Mis temores

No temo ninguna muerte; ni la mía ni la de mis seres más queridos. Sólo temo una: la de mi madre. Quiero que sea tranquila, pacífica, súbita, sin dolor, bien entrada la vejez; pero no tanto como para verla sufrir. Supongo que temo su partida de este mundo, porque con ella se iría de este mundo el origen de todo; partiría el origen inmediato de mi vida, de mi ser, que es al mismo tiempo la única realidad comprobable y tangible para mí: mi vida, mi dolor y mis sentidos, los cuales encuentran su causa en ella, en su voz y en su dulzura; partiría con ella la fuerza creadora de mi forma de ver y sentir el mundo.

Premoniciones

Pienso a veces en mi muerte, sin temerla. Imagino a veces que será violenta, fruto de mis intereses políticos. A veces imagino que será pacífica, rodeado de una familia grande y próspera. Últimamente imagino con cierta frecuencia que mi camino hacia la muerte será largo y lento, como el de la tía Isabel, con un largo proceso de camino hacia el olvido. Y eso me aterra. Pero no me aterra la muerte, sino el camino hacia ella; ese lento morir, día a día, mes a mes, en la inteligencia, en el cerebro. Pienso también que, al final de todo, la muerte es el sino inevitable de todos, y la acepto con tranquilidad, esperando que la mía ocurra lejos, muy lejos, después de una vida plena y feliz, cuando pueda mirar hacia los años tempranos de mi existencia, reclinarme plácido en un sillón, levantar la mirada, llenar el pecho con un último respiro, y expirar con la mirada abierta, con una sonrisa plácida delineada sobre el rostro y los ojos resplandecientes y luminosos, observando absortos el azul eterno del cielo… y de dios.





Sunday, February 26, 2012

Profesía

Profesía
 
No es el hielo lo intimidante;
Es el sol,
Con su silencio elocuente,
Como una gota de lava
Suspendida en el espacio;

Son sus ojos...
Brillantes como la muerte,
Con su mirada de hiena,
Devorándome el alma...

¡Ave prometeica!

Me comerá el pecho,
Las entrañas,
La carne,
Cada día,
Al despuntar el alba,
Cuando las cadenas me quemen la piel,
Sobre una piedra,
Hirsuta y fría,
Cortante.
 
Bogotá
26 de febrero 2012