Saturday, July 23, 2011

Loor a Teresita de Jesús Roldán de Vanegas

22 de julio de 2011

La ceiba es un árbol formidable que crece en medio de la selva tropical de nuestra América. Su tronco se yergue imperturbable, como un edificio vivo y recto, alcanzando en ocasiones una altura superior a los cuarenta metros, como deseando tocar las estrellas. Desde la altura quienes anidan en sus brazos protectores contemplan el mundo.

Ven al sol incandescente bañando todo de un esplendor dorado, a un río imponente serpenteando como un viejo espejo de cristal incrustado en la selva; ven los arreboles rojizos, como grabados en mármol, reflejarse en el horizonte; ven, a medida que va oscureciendo, a las estrellas milenarias iluminando el firmamento, haciéndoles recordar lo efímera que es la vida y lo pequeños que somos.

Desde la ceiba imponente, sus hijos reconocen la grandeza de la creación, y humildes se postran ante ella, porque saben que la ceiba - en medio de su grandeza - también es frágil y que su tronco milenario es obra de Dios.

El 20 de julio de 2011, a las tres de la tarde, la ceiba que erigió y unió a esta familia por tantas décadas, falleció, dejándonos un legado imborrable. Teresita Roldán de Vanegas murió, pero su impronta  seguirá viva en su familia y amigos por siempre.

Una de las enseñanzas más sublimes y nobles que nos dejó fue su estoicismo. Siempre fue una mujer digna, fuerte, estoica. Millones de personas quisieran tener aunque fuese una pisca de su valor y coraje. Nunca la vi retroceder ante las desgracias que tantas veces rodearon a la familia, ni ante la muerte de su hijo adorado, ni ante la enfermedad, ni ante su propia muerte.

Sólo la vi llorar por dolor de alma, pero con resignación y altura, con aceptación por los avatares de la vida; con confianza absoluta en Dios. Pero tan pronto terminaba de llorar su semblante se llenaba de nuevo valor, alzaba la miraba, se enjugaba las lágrimas de los ojos con dulzura y seguía adelante.

Pero nunca la vi tan fuerte, tan digna, tan heroica, como en sus últimos días. Ni una lágrima, ni una queja, ni una blasfemia. Su fortaleza pasó la prueba más dura y nos dio un ejemplo imborrable: debemos ser dignos y fuertes, siempre, siempre, en la vida y en la muerte.

Tal vez por eso en su lecho de muerte nos parecía una santa; una mártir que resistió los embates de la vida, con sus laceraciones y tristezas, encontrando la purificación en el amor y en el dolor; una mártir que nos dejó con la tranquilidad del deber cumplido. Una santa que amó, amó y siguió amando.

Ella sabía bien que una vida sin amor es como un jardín sombrío poblado con flores marchitas; ella sabía que la conciencia de amar y ser amado le da a la vida una tranquilidad y plenitud que nada más le puede dar. Ella murió tranquila, porque el temor a la muerte se deriva del miedo a la vida. Quien ha vivido y amado a plenitud, como ella lo hizo, está preparado para morir tranquilamente en cualquier momento.

Teresita amó de muchas formas. Amó a su esposo con fervor, a sus hijas e hijo con devoción, a sus nietos y nietas con dulzura infinita, a sus amigos y amigas con sinceridad y alegría, y a sus empleados los amó como hijos y amigos.

Como buena santandereana a veces no era muy expresiva, ¡pero en compensación cuánto nos expresó a través de la música y el canto! El piano tocado por ella era como un arrullo de un bolero o un bambuco, y la tesitura de su voz quebraba el alma, por su ternura. En rededor suyo creció una familia en la que todos, absolutamente todos, inspirados por su talento y el de mi abuelo, terminamos por convertirnos en artistas profesionales o de turno, como es mi caso.

Ir a las fiestas de cumpleaños de mi abuela siempre fue para mí el mejor plan. En la prosperidad o la austeridad, nunca faltó nada, porque la música lo llenaba todo y la alegría de la familia reunida siempre nos llenaba de emoción. En esas reuniones, que ahora visualizo como una reminiscencia dorada, todos mostraban sus talentos.

Sus hijas Myriam, Linda y Angela cantaban Las Cosas Simples de Mercedes Sosa y La Concha; María Antonia bailaba flamenco; Claudia y Rodrigo nos impresionaban con sus pasos originales de Charanga; Adriana nos sorprendía cantando arias de María Callas; Andrea y Vanessa tocaban sus primeras canciones; Isabellita interpretaba alguna composición de Mozart con el violín; Seve y Gugú nos contagiaban su risa; Juan David empezaba a filosofar sobre la vida; y los amigos y amigas de la familia cantaban boleros, tangos y hasta ópera. Hasta hace poco, acomplejado por el talento de los demás, lo confieso, yo también canté.

Después del canto venía la comida, las risas y el llanto alegre. Después llegaban los discursos de todos los miembros de la familia y de los invitados que dieran papaya. Mi abuela vivía todo esto con alegría infinita, bailaba y cantaba, y se emocionaba cuando llegaban los tríos o los mariachis.

A la semana siguiente, a la hora de almuerzo – en que iban llegando a su apartamento de la 11 con 93 los nietos e hijas – chismoseaba con uno sobre los pormenores de la fiesta: que si la novia de fulano le había caído bien o no, que si no sé quién había cantado bonito, qué cómo le habían parecido a uno los raviolis.

Pero además de eso, ella no perdía ocasión para conversar sobre política, sobre la vida o sobre el trabajo. Ella era liberal hasta el tuétano, pero tenía algo de socialista: siempre me decía, “yo lo que quiero es que todo el mundo tenga su casita”.

Sobre la vida contaba historias de su pasado, de su familia, del 9 de abril, de las emisoras que había fundado y ayudado a construir al lado de su esposo; hablaba de sus padres Alberto Roldán Ramírez y Emma García Tejada, de sus hermanos y hermanas. Amaba a Lilia, a Emma, a Elisa, Isabel, Annette, a Juancho y Alberto y a su prole como a su propia vida.

Algunos de ellos ya nos han dejado. Pero ese es el sino inexorable de la vida.

El padre de mi abuela también falleció un 20 de julio, a las tres de la tarde. Estoy seguro de que vino a recogerla, y ahora ella está bien. Nuestra ceiba sagrada nos ha dejado, pero podemos estar seguros de que su sombra protectora nos seguirá cobijando.

Debemos estar tranquilos, porque la causa de la muerte no es la enfermedad sino el nacimiento. Morimos para fundirnos con el Universo y la Totalidad.

Morimos para ser nuevamente brisa, lluvia, fuego, viento y luz. Morimos porque la energía y la vida sólo renacen y se transforman. Morimos, porque gracias a la muerte apreciamos la grandeza de la vida. Morimos para que nuestro amor pueda trascender las barreras de nuestro cuerpo y bañar de luz a los seres amados. Morimos porque el amor no consiste en mirarnos fijamente a los ojos, sino en mirar en la misma dirección; la dirección de la Creación. Morimos para mirar las estrellas rutilantes en el cielo con admiración y humildad, y para poder hacer lo que las ceibas siempre han querido hacer, sin lograrlo: tocarlas.

Les pido ponerse de pie y darle un aplauso de despedida a nuestra abuela, madre y amiga, Teresita de Jesús Roldán de Vanegas.

Gracias.