Tuesday, November 27, 2012

Confesión de un asesino

Nota preliminar: el texto que se transcribe a continuación fue escrito para la clase "Asesinos en serie: una aproximación desde las humanidades", cursada por el autor en la Universidad del Rosario, en el segundo semestre de 2012.

Confesión de un asesino
27 de noviembre de 2012


Al matar al hombre he cumplido un acto de justicia universal. El hombre común preda, destruye, tala, tortura y mata sin razón, destruyendo el equilibrio único y magnánimo de la naturaleza. El hombre merece morir por su comportamiento contra-natura. El hombre es el gran rebelado: robó la manzana del paraíso, renunció a su condición de animal feliz y pasó de revolcarse en el cómodo fango de la inconsciencia a las tortuosas alturas del conocimiento y la historia. El precio que tuvo que pagar fue su transfiguración en un ser criminal.

El acto fundador de la humanidad fue un crimen: no fue al asesinato de Abel; fue el hurto de Eva y la complicidad y desobediencia de Adán, lo que causó el holocausto del paraíso, la renuncia a la feliz condición de la inconsciencia animal, sustituida por la trágica condición del hombre elevado a la categoría de dios, creador y destructor de la vida. A partir de entonces, sólo el hombre - entre todos los seres de la creación - puede reclamar para sí el pérfido báculo del crimen, el horror y la injusticia.

El  gran insurrecto debe morir. Y ha muerto. Le corté el cuello como a una res y lo vi desangrarse lentamente, con ojos desorbitados, como pidiendo auxilio, pero sin poder hablar; la sangre saliendo a borbotones por la boca, inflada como espuma. El gran rebelde murió degollado y torturado, y con él murieron todos los hombres. La tortura tiene por eso algo de mágico. Permite matar a alguien una y mil veces, matando simultáneamente a la humanidad entera a través de él. Cortar un pedazo de piel, arrancar una uña, quemar con ácido un pezón, despellejar un párpado, picar una oreja o causar una muerte lenta, son actos contra la humanidad; en buena hora.

Torturar a alguien es una forma de purificarlo, y simultáneamente es una forma de torturar con él a toda la humanidad, desollándola y expiándola sin prisa. En el hombre torturado ella se condensa. “Acariciarlo” es acariciar a la humanidad; destruirlo, es destruir a la humanidad y reivindicar con ese acto la vida de todo lo que ha muerto por las manos del hombre; la tortura se vuelve entonces un acto de justicia divina y de creación. La tortura es un retorno al balance único, inmutable y eterno que existió antes del hombre y que existirá después de él.

Despellejar al hombre es un acto de creación porque es una forma de escribir la historia, de impedir el olvido, no sólo de la víctima, instrumento del artista, sino de la gesta heroica del torturador. Los hombres débiles hablan del deber de recordar, de no olvidar los actos de barbarie cometidos por otros, y con eso le hacen un gran favor a todos los enemigos de la humanidad, como yo, que queremos dejar impresa sobre la piel de aquella una cicatriz indeleble, como puesta con una vara de hierro hirviente.

Las cicatrices sobre la piel de los hombres son como las letras de un libro… hablan de lo que hemos sido y de lo que somos: seres repugnantes que elevaron el crimen a la categoría de norma universal. Pero las cicatrices sobre la piel de la humanidad, en cambio, son como un canto lírico, pletórico de emoción, que eleva su voz hasta los más recónditos confines del cielo y del mar, bañándolo todo con una lluvia azul y fría, como una triste tonada convertida en llanto, que desciende directamente de los ojos putrefactos de dios.

El hombre es un ser bajo y ruin, y mi venganza contra él y la humanidad es una contribución a la purificación de su alma. Con mi hoz extraigo de él el pecado y salvo al mundo. Torturándolo le hago ver los ojos del creador y el poder de la naturaleza; le recuerdo su condición animal. Le ayudo a que, por medio del dolor, todo pensamiento adicional se nuble, y sólo queden él y su cuerpo viviendo un eterno presente. Los seres elevados viven el eterno presente a través de la meditación, mientras que los seres bajos y ruines sólo pueden llegar a él a través de un inmenso dolor.

Esa es mi huella, esa es mi obra: abrir las puertas para que los hombres puedan conocer el rostro de dios. Soy la llave maestra. Soy la venganza de todo lo que era y será después de la humanidad. Soy el gran titán de la naturaleza hecha hombre, que la defiende matando al hijo insurrecto. Soy la última paradoja, que reafirma la grandeza de la creación por medio de la negación de la vida del hombre. Soy la cara más oscura de la muerte, envuelta en una mortaja impenetrable. Abre los ojos una vez y me verás a mí, como una luz negra y oblicua; ábrelos otra vez, y ahí estará dios, en todo su esplendor. Y estarás tú, mirándole a él, a través de mí, con ojos de perro acorralado, sintiendo que la muerte está cerca. Y tendrás razón. Ya no podrás escapar de mí. Soy la voz y la mano de dios en el mundo. Soy el gran inquisidor.

La muerte del hombre por mis manos es justa. No mato por envidia, orgullo o pasión. Ninguno de esos sentimientos mezquinos daña mi alma. Mato porque el hombre no merece vivir. El hombre de hoy sólo vive para destruir y consumir, y no se da cuenta. ¿Pero, por qué matar al hombre al final de todo, después de la expiación lograda a través del dolor? ¿No bastaría con la tortura? No; las obras deben ser terminadas…

Un hombre torturado que vuelve a la vida no logra descubrir a dios. Se limitará a vagar por el mundo, creyéndose un mártir con derecho a la compasión humana. El hombre torturado que vuelve a la vida es como una costra viviente. El hombre torturado, pero vivo, es como el grito de Munch[1] - un aullido sin alma; el hombre torturado que se enfrenta a la realidad de la muerte es como el perro de Goya hundiéndose para siempre en la arena, que trasciende a través de la visión de dios lograda en el último instante.[2]

Yo soy cruel por necesidad. Infligir dolor es la única forma de ayudar a que otros conozcan a dios y comprendan la futilidad de la vida, entendida como un devenir; pero la revelación final sólo llega en el momento de la muerte; es en ese instante supremo en el que el hombre llega a la convicción última, única y fugaz, de que todo ha terminado, de que sus esperanzas eran en vano, que el devenir de la vida nunca estuvo en sus manos, y que al final, nada tiene sentido; sólo la entropía subyacente a la creación y la vida entendida como un eterno presente tienen algo de lógica en medio de un universo que está mucho más allá de nuestra capacidad de comprensión. La muerte es, entonces, la verdadera resurrección del hombre. Es entonces, en ese momento final, en el que no hay marcha atrás, en el que el hombre abre los ojos y entiende. Es en ese momento en el que todo cobra sentido.

No es en la vida después de la muerte en donde el hombre encuentra la salvación. Es en el instante único, supremo y fugaz de la muerte, en el cual el hombre trasciende y se funde desde su subjetividad - objetivada a través del dolor  y la muerte - con el universo y el presente. Es en ese momento, en el cual todas las cosas superfluas del mundo se extinguen para siempre en nuestra mente, cuando finalmente entendemos el sentido de vivir aquí y ahora, en el ya único y eterno que viene siendo y será.