Friday, December 3, 2010

Bajo el árbol de María

 
No sadder proof can be given by a man of his
 own littleness than disbelief in great men. Carlyle.

El último  cóndor, vencido,  atribulado,  esperaba el momento fatal, acurrucado en la más alta cumbre de la cordillera. No lejos de allí, en un alto farallón, Leónidas Alfaro se resguardaba en una pequeña gruta, gritando solo, consumido por el dolor que le causaban las heridas que cubrían su cuerpo de mártir; y suplicante elevaba sus plegarias al Creador del universo, para que acelerara el momento de la expiración.  Nadie le escuchaba. La luz  de la luna, serpenteando entre la neblina ondulante, al reflejarse en las rocas, semejaba figuras semihumanas, que consolaban en su soledad al alma y al cuerpo derrotado de aquel caballero heroico que fue Leonidas Alfaro, que al igual que el cóndor, esperaba el momento de su muerte.

La piedra fría, en la que el cuerpo del héroe se desangraba lentamente,  y sobre la que se deslizaba aún la  tibia  sangre, galvánica y preciosa, de aquel apóstol, parecía absorber en sus entrañas cada gota del líquido vital; como si la piedra supiese que esa sangre de héroe, nacido de las entrañas de la tierra, tuviese que fundirse nuevamente con ella  para hacer posible  una vez más el milagro del nacimiento de un ser como él, formidable y grandioso, único e irrepetible.

Yacía ahora, sin embargo, destrozado y desollado, ese jirón de carne en que lo habían convertido, -a él, que solo había querido levantar del fango a esa multitud de seres que conformaban las tres cuartas partes de su continente, el continente que descubrieron los fenicios, los vikingos y Colón, -  en la frialdad de la noche, sin una mano amiga que acercase a sus labios sedientos una gota de agua, que recogiese en un pañuelo  el sudor de su frente, sin un  compañero que guardara vigilia al lado de su cuerpo dolorido y que enjugara en una toalla limpia y humedecida la sangre de sus heridas. Entreabría los ojos, presintiendo la hora final, consciente únicamente de la soledad terrible en que moría, de la desaparición para siempre de la faz del mundo de su brillante inteligencia, de la inminente corrupción de su vientre y de sus ojos… de su piel y de su pelo y de sus huesos… del banquete que sería de los carroñeros que pueblan el universo. Ese pensamiento lo contristaba, pero lo que realmente angustiaba su alma, era la certidumbre del desprestigio del que sería víctima su nombre, su honor, ante la sociedad, por parte de sus inquisidores, que no tendrían problema ninguno en profanar la verdad, y en manchar con una catarata de injurias y calumnias la virtud y el ideal al que siempre había profesado el mayor respeto y la más poética y romántica devoción.

Moría solo, traicionado por todos, entregado por sus amigos, vendido por sus conocidos, abandonado por su familia, incomprendido por la mujer amada, sin hijos y sin descendencia… degollado y escupido por sus enemigos. Pero moría mártir, paladín de la libertad, héroe insuperable, como un astro que estalla y baña con su plasma de luz cada confín del universo.  Solo la memoria de su madre,  pura y santa como ninguna otra, sólo el recuerdo de su tierna voz de alondra, sólo la recreación de sus ojos achinados y místicos, sólo la visión de sus caricias consoladoras y de sus lágrimas inmaculadas, le consolaba en esa hora aciaga, en que las puertas del cielo se abrían para recibirlo… sólo los recuerdos más dulces y tiernos de la madre irredenta, consumida en abnegada adoración por su hijo ahora sacrificado,  apaciguaban su dolor, calmaban su sed, anestesiaban sus heridas… sólo ellos… en esa hora nocturna en que el alma del hombre se convertía en la imagen de un león, sacrificado después de la más innoble cacería, elevándose  en profética y evangélica ascensión a las alturas del firmamento para ser purificada bajo el esplendor de la luna, el fuego del rayo y la estela de un cometa.

Le atormentaba, sin embargo, pensar en su madre desamparada, abandonada a su suerte, sin tener derecho a conocer siquiera el lugar de muerte de su hijo. La imaginaba en lo futuro, sentada cada día de su existencia al pie de la ventana, buscando en el horizonte al hijo redivivo, resurrecto, volviendo a sus brazos para colmarlo de besos y abrazos. La veía contristada y abatida, descompuesta, medio loca, solitaria, en un apartamentucho minado por la humedad, con los tapetes sucios y malolientes, sin nada en la nevera, sin agua y sin luz... consumida por el tiempo y por los años, frustrada y triste… y sola… y más sola… llorando cada día de su vida.  Le afligía tanto esa imagen que en el acto tomaba la decisión irrevocable  de levantarse y emprender el camino de regreso al hogar amado, pero tan pronto intentaba el menor movimiento, sus miembros destrozados, perforados por las balas, infectos por el fango y por los insectos, rotos y maltrechos, aullaban de dolor, y le reducían a la inacción. Y entonces Leónidas Alfaro sufría como ningún otro ser ha sufrido nunca en la historia de la humanidad… Nunca César, apuñalado por Bruto sintió tal dolor; nunca Uribe, muerto por la mano del pueblo por el que tanto luchó sintió tal sufrimiento; nunca Aquiles, destruido por el recuerdo de Patrocolo lloró tanto; jamás Bolívar, incomprendido y olvidado por el continente al que le dio la libertad, derramó tantas lágrimas; no hubo nunca ni  habrá jamás un hombre capaz de comprender, como sólo él lo hizo, el dolor terrible que sintió dos mil años antes el Redentor, cuando abandonado por su Padre, vociferó un grito colérico al cielo de justa indignación…

Leónidas, compungido como nunca antes en su vida, intentaba en medio de la agonía divisar en el horizonte el lugar en  el que se encontraba el hogar  amado, pero ni siquiera la naturaleza se mostraba misericordiosa con ese hombre en ese momento aciago, ocultándole con un manto de niebla impenetrable la visión de los cerros de la siguiente cordillera, construyendo un muro de cielo negro como la pez, profético y temible; negándole con una trágica obstinación una última alegría, impidiendo el delineamiento de una última sonrisa sobre ese rostro triste y cansado.

Entonces sacó un pañuelo de un bolsillo de su pantalón sucio y raído, y sustrajo de él una foto amarillenta y maltrecha, y la apretó con fuerza contra su corazón.

*

La conoció en una noche clara y seca, estrellada, similar a un palacio inconmensurable  de negro marfil, bañado por millares de iriscindentes y diminutos diamantes, de una refulgencia inspiradora y poética… de una belleza inmarcesible.

Las damas de la alta sociedad, encopetadas, adornadas con los más variopintos joyeles, en abigarrado desfile de colores concurrían a la gala de la mano de sus esposos, con la espalda erguida,  cubiertas por abrigos de piel de mink, de zorro, de chinchilla, de conejo y de mapache… orgullosas de su elegancia sanguinaria y cruel.

Cigarro en mano, los gentlemen de la burguesía criolla, dotados de la gracia propia de la gente de las altas clases, mientras ingresaban al lugar de la recepción, saludaban con majestad propia de reyes a sus pares; a las damas las saludaban tomándolas por la mano, ejecutando un venia apenas perceptible;  dando un pequeño toque, seco y firme, con el talón derecho contra su otro pie, y acercando su boca a la mano de las doncellas, como para besarlas… pero realizando solo el gesto, sin tocar las extremidades de porcelana de aquellas refinadas y perfumadas mujeres.

El anfitrión, de un elegancia incomparable, vestía un chaleco de azul cobalto, profundo y hermoso, comprado en la mejor tienda de moda de París; portaba un bastón de cedro, con puño y contera de marfil; usaba pantalones y saco al uso del día, de tono ligeramente más claro que el chaleco; y lucía un mostacho respingado sobre su rostro pálido y enjuto. Era viudo, desde hacía mucho tiempo.

Leónidas, que había ingresado a la fiesta desde la llegada de  los primeros invitados, fumaba un puro en un balcón que se conectaba con el gran salón en el que se ofrecía la misma. Conversaba con elocuencia formidable con un grupo de amigos, jóvenes y apuestos, sobre los avatares de la política nacional, sobre el giro ideológico del país, sobre las relaciones con el imperio, sobre la veleidosidad de la multitud, en fin, dialogaba con aquellas personas sobre multitud de temas, respaldando sus puntos de vista en una retórica profunda y en un ímpetu y seguridad en los ademanes verdaderamente formidable. Desde lejos, su madre orgullosa, lo miraba en silencio, al tiempo que una diminuta lágrima asomaba a sus ojos al ver la prometeica epopeya en que se había convertido la vida de su hijo, que surgiendo de su vientre pero teniendo como padre a la nada, desde unos años para acá se había convertido en la ilusión y en la promesa fulgente del futuro del país, país que clamaba con aullidos guturales  por una pronta redención.

En ese instante, salió a la terreza una mujer, diríase una diosa; la más perfecta beldad que haya pisado las arenas de la tierra…Nunca antes la naturaleza había parido un prodigio tal de belleza y de luz, un milagro tan perfecto de idealidad y de hermosura sublime… La sensación sentida por los hombres al contemplarla solo podía ser comparable con la sensación vivida por  los primeros astrónomos al contemplar en toda su plenitud los anillos de Saturno, las lunas de Neptuno, o los pulsares que conmueven en combustión colérica a la Vía Láctea. Era una mujer joven, de unos diez y siete años, luminosa como el cuerpo de una princesa maya bañado en oro en las horas vespertinas; con sonrisa natural y dulce; busto rosado y firme,  como una madonna del renacimiento; con unos labios rojos como una luna de Marte; y un cuello fino y largo, cubierto por unos bucles dorados y tiernos, cuasi infantiles, que se extendían hasta las primeras protuberancias del pecho, para morir en él.

Leónidas Alfaro, en el acto, reparó en ella. Se quedó mirándola fijamente, absorto, enajenado por completo, como si estuviese contemplando la belleza refulgente y rutilante de una erupción volcánica del Vesubio, desde la planicie napolitana. Ella, a su vez, se quedó mirándolo fijamente, con sus ojos glaucos y cristalinos, como si hubiese visto a un semidios…

Alfaro era de contextura delgada, pero de rasgos fuertes y firmes, varoniles. La nariz como la de la madre, recta y bien proporcionada; de ojos oscuros, negros y grandes, como dos gotas de petróleo incandescente; hombros atléticos y anchos, espalda alargada y elegante, piernas musculosas y fuertes; uno ochenta y siete de estatura; la frente ancha, reflejo de una gloriosa inteligencia; el pelo negro como el ébano,  brioso, como el plumaje de un cóndor; las manos grandes y gruesas, laboriosas, como de artista; y las cejas pobladas y anchas, elevadas en grácil curvatura.

Se produjo entonces una especie de suspenso indefinible. Los dos  jóvenes, con los ojos fijos el uno en el otro, ardiendo por el fuego del deseo que llegaba por primera vez a sus vidas con una fuerza tan abrumadora, sentían el martilleo atronador de su propio corazón con una vehemencia tal, que parecía como si en su interior un cataclismo de la más monstruosa naturaleza estuviese a punto de estallar.

Los jóvenes amigos de Alfaro, apercibiéndose del desconcierto de su interlocutor, voltearon sus cuerpos para ver cuál era el objeto de su distracción… y entonces vieron a esa virgen gloriosa, inmaculada, como bañada por un hálito de divinidad, por un soplo de Dios… Ella, en el acto, bajó la mirada, dio la espalda, y entró corriendo al gran salón, apenada por tan bochornoso acontecimiento.

El joven enamorado, sin pensarlo dos veces, salió presuroso en su busca, conducido por un impulso eléctrico que movía toda la naturaleza de su ser, nublando su inteligencia, y avivando toda la voluptuosidad de su alma y de su cuerpo. Su voluntad, en suma, se vio presa de aquella mujer, cuyo recuerdo le atormentaría hasta el último momento de la vida. La alcanzó cuando pasaba por enfrente de un cuarteto de violinistas que interpretaban una pieza de Vivaldi y que animaban la reunión. Capturó entre los suyos los dedos meñique y  anular  de esa figura espectral bajada del cielo, y haló firme pero suavemente. Ella, que hasta ese momento no se había percatado que aquel hombre la seguía, se volteó y al verlo tan próximo, mirándola fijamente, con ojos de fuego, se turbó puerilmente, sin saber exactamente qué hacer, ni qué decir, pero sin atreverse a soltar la mano de ese hombre desconocido que le atraía con tanta intensidad. Su pecho se hinchó levemente…conteniendo la respiración por un par de segundos, que parecieron eternos. Le sostuvo la mirada. Él no dijo nada… cualquier palabra hubiese sido fútil, fuera de lugar… ya todo estaba dicho entre ellos dos. Era el amor; el amor naciente y triunfal, que aparecía en sus vidas en ese lugar, en ese nido de sierpes, de personas anodinas y obtusas, capaces solo del ludibrio y la injuria en medio del exceso y de la opulencia que caracteriza a lo que se ha dado en llamar civilización.

*

El tiempo de los Mazzini,  de los Bolívar, de los Martí, los Uribe, los Alfaro, los Castelar, los Allende, los Guevara, parecía haberse ido para siempre. Con las ascensión de esos colosos a las alturas del firmamento, parecía haberse extinguido la sangre de los grandes héroes, capaces de los más nobles sacrificios en pro de un ideal, en beneficio de la humanidad y de la libertad del hombre.  Bolívar, irredento, vituperado, abandonado, muerto en la soledad y la tristeza a tan temprana edad de la vida, desde las constelaciones del norte iluminaba toda la tierra de nuestro continente; Alfaro, traicionado, mutilado, descuartizado, hollado y escupido por el pueblo al que había guiado y conducido en los primeros pasos hacia la ciencia, el progreso y el conocimiento, resurrecto como un inmenso sol, desde la lejanía iluminaba con una metralla de luz toda la costa del mar pacífico, irradiando sobre el Ecuador un disparo enceguecedor de la más bella luz; Castelar, maestro insuperable y orador elocuentísimo, como un nimbo poderoso cargado de granizo luminoso y fulgente, seguido de una lluvia luminosa de ideas y sabiduría, fertilizaba cada centímetro cuadrado no sólo de España sino de todo el continente americano; Uribe Uribe, apóstol, paladín martir, caído en las escalinatas del capitolio nacional bajo el hacha asesina, desde la altura, como si fuese la imagen misma de la virtud hecha astro, iluminaba los más altos picachos y cumbres de  Colombia, y daba calor a los prados, a los ríos, a las criaturas, y a los hombres de esa nación nacida para el sufrimiento  y el dolor.

Sin embargo, en pleno siglo XX, Leónidas Alfaro, en medio de la concupiscencia triunfal, de la mediocridad dominante, y de la corrupción estructural que había consumido a su país, erguía su pecho henchido de indignación, y como un negro corcel  próximo a ser masacrado por flechas enemigas, emprendía el cruel camino hacia la redención de la multitud, y por lo tanto, el calvario hacia el propio suplicio, hacia la traición, la muerte, y el martirio. Todavía quedaba un alma dispuesta al más grande sacrificio, el de la vida misma… todavía existía un hombre que vivía por  y para el deber, sin preocupación distinta a la de la salvación de la multitud desarraigada, del pueblo harapiento, de la niñez desamparada. Leónidas Alfaro tenía sangre de héroe… y por lo tanto, su vida y su muerte debía ser digna de un héroe. Y Leónidas Alfaro nació y creció en el momento oportuno para ello. Cuando tenía 25 años, en la flor de la vida, estalló la guerra. Y entonces, solo entonces, su sangre bélica hirvió, y comprendió la misión de su vida, el destino cruel al que su alma y su carácter lo condenaban… y con pesadumbre, pero reuniendo sobre sí la valentía de todos los mártires que ha habido y habrá, emprendió su ascensión hacia la inmortalidad bajo el peso de la enorme cruz de la justicia. Todo héroe es un hijo de Dios; pero todo héroe, antes que hijo de Dios, es un hijo del hombre. Alfaro, como Cristo, por tanto, antes que un hijo de Dios, fue un hijo de la humanidad,  que ofrendó su vida en adoración a la existencia milagrosa del hombre.

*

Las noticias llegaron  a la ciudad de forma intempestiva. No eran todavía las cinco de la mañana cuando todas las estaciones de radio de la República anunciaron la noticia. El generalato había dado un golpe de estado al poder ejecutivo a las 3:30 de la mañana, ingresando por la fuerza a la casa presidencial. Se había decretado el toque de queda y nadie podría salir de su casa a lo largo de ese día. Toda persona que desconociese aquella orden sería sancionada con todo el rigor de la ley marcial, es decir, con la pena de muerte. Inmediatamente Alfaro se enteró de la noticia, empacó dos o tres cosas y varios libros en su maleta, y de inmediato emprendió su caminó hacia las selvas del noroeste, protegido bajo el manto de la noche.

En ese momento, una diadema de fuego pareció iluminar su frente, y bajo esa aura de santidad, su cerebro empezó a maquinar cómo se habría de construir el camino de la revolución.


*

José María López había nacido en 1933, el 31 de enero de 1933, un día después de la fecha en que Adolfo Hitler fue nombrado jefe de gobierno dando inicio al Tercer Reich alemán. Era casi once meses mayor que Leónidas Alfaro. Su amistad había surgido en el Liceo de la Trinidad, cuando apenas contaban con cinco o seis años de edad.

En los años de adolescencia habían compartido el amor por los mismos libros, la pasión por la historia, la admiración por  Emilio Castelar, el deseo inconmensurable de conocimiento y sabiduría, el respeto por la madre, que años después se traduciría en el respeto por la mujer amada; el odio contra la tiranía y la desigualdad;  el dolor infinito frente al sufrimiento ajeno; la necesidad suprema de erradicar del mundo todas las formas de discriminación y de opresión; habían compartido el destino de ser destinatarios del odio y la incomprensión de millares de aquellos minúsculos seres que, cual lombrices hambrientas, que no toleran la imagen victoriosa de  una rosa que se alza entre el fango, se empeñan en comer sus raíces y derribarla al suelo antes de que la ilumine la luz del sol en las horas matutinas. Y como dos seres que se sabían predestinados a la grandeza y al heroísmo, y que conocían de sobra el oprobio y el vituperio inicial al cual se enfrentan todos los hombres superiores,  se daban fuerza mutuamente, como dos leones jóvenes e imponentes,  rodeados de hienas en las estepas africanas, cubriéndose la espalda en guirnalda indestructible,  fundida con el metal imperecedero de un meteoro.

Llegando a los primeros años de la madurez, ingresaron juntos a la facultad de leyes y ciencia política. Allí terminaron de forjar, sobre el cáliz sagrado del conocimiento y la verdad, su amor por la  justicia, por el derecho, por la libertad del hombre, por los altos ideales de la igualdad, el Estado de Derecho, los derechos naturales, por Roma, por la elocuencia insuperable de Cicerón;  allí empezaron a sentir una estimación profunda por las obras de Shakespeare; un amor a toda prueba por la poesía de Pushkin, de Wilde; por las novelas de Dostoyevski, por la filosofía de Proudhon;  allí cimentaron los pilares desde los cuales erigieron la torre desde la cual contemplarían de ahí en adelante los montes del Olimpo, las estepas rusas, los rascacielos de la arquitectura newyorkina, las peregrinaciones  bellísimas y centenarias de los musulmanes en camino hacia la Meca; desde allí divisaron la frente gloriosa de Pascal, de Einstein, de La Rochefoucault; la erudición infinita y libre de Voltaire; la cándida profundidad de la obra de Rousseau. Allí, en ese centro inagotable de conocimiento que es la universidad desplegaron sus alas de cóndores hambrientos, para ser alzados por la borrasca hacia las alturas inaccesibles del conocimiento.

Publicaron entonces, en el seno mismo de la facultad de jurisprudencia, escritos de los más diversos tonos y contenidos. Inicialmente deletrearon sus primeras columnas de escritores nacientes en Las Letras Grices, un opúsculo semanal de carácter eminentemente literario, en el cual se hacía una crítica literaria apasionada pero infantil con respecto a algunos de los autores más connotados del momento. Después invitaron  a otra estudiante, una de las primeras que había logrado entrar a la universidad, de nombre Lucía Valencia,  a embarcarse en un nuevo proyecto. La nueva publicación, recibiría el nombre de El Eufemismo,  y en ella se haría una crítica descarnada a la tiranía en nombre de la democracia que comenzaba a ejercerce con un cinismo ilimitado sobre los países de América Latina, a las transformaciones geopolíticas que el final de la segunda guerra mundial provocaba sobre el continente y sobre el mapa europeo, y, en fin, se atacaba duramente al presidente norteamericano de turno:  Dwight David Eisenhower; y se celebraba la muerte del terrible dictador  y mariscal, Joseph Stalin. Corría el año 1953.

La Valencia, como la llamaban sus compañeros, hija rebelde de un miembro del generalato guatemalteco, después de la segunda gran guerra había viajado en numerosas ocasiones a Europa, de donde regresaba siempre a reunirse con sus amigos del alma, quienes al calor de una fogata nocturna, y bajo el negro márfil de la bóveda celeste, prestaban atención a sus extraordinarias narraciones.

Se hablaba entonces de las blasfemias que aún proferían los ancianos contra la brutalidad de la bestia nazi; de la inmortal obra de Camus; de la belleza inmarcesible del Louvre, imponente y majestuoso, larguísimo, extendido como una serpiente gigante sobre la capital, justo al lado de las aguas del Sena, portador milenario del líquido vital que alimenta a Francia; y crisol terrible en el cual durante siglos se había mezclado la sangre y la carne de la revolución y la reacción, de la república y la monarquía, de la democracia y la autarquía, del catolicismo y el protestantismo; en él han caído cuerpos y cabezas, guillotinas y perros, mujeres y niños; el Sena es el espejo de Francia, y la sangre del espíritu de  Europa, en el cual se junta  la muerte con la vida, la gloria con la derrota, la victoria con la desolación; el Sena es el retrato más perfecto de la tragedia vital de Europa.  Se hablaba también de las nuevas ideas, de la escuela positivista del derecho penal italiano, de la ascendiente tensión entre el este y el oeste europeo, del futuro de Alemania, de la carrera nuclear. Se discutía sobre los nuevos libros; se describía con entusiasmo el otoño europeo, que convertía al continente entero en una hoja de color ocre tostado; se hablaba de la flora y la fauna; de los cafés y la música; de la opera;  y después de todo eso, maravillados, los tres estudiantes miraban al horizonte, como queriendo ver la tierra del viejo continente, legendaria y majestuosa, brutal y despiadada, de un estética y cultura desbordante, y al mismo tiempo, de un sadismo y crueldad inimaginable, alzándose como una piedra negra y sublime, de cien kilómetros de altura, con un castillo en la cima, rodeado de  nubes violaceas y grises, desde el cual se despidiese una luz enceguecedora, entre roja y blanca… contenedora de la grandeza de Miguel Angel y de Leonardo, de Tiziano y Velazquez, de Goethe y de Grocius, de  Turgueniev y Sholojov; de César y de Leónidas; de Cánovas del Castillo y de Marie Curie; de Tchaikovsky y de Wagner; de toda la luz eterna que ha dado ese pedazo de tierra que algún hombre dio en llamar Europa.

Y entonces, en silencio, se tomaban las manos y prometían hacer de su patria un lugar en el que imperase la justicia, la libertad y el derecho, y entonces, en voz alta, como un ritual sagrado, al final de la sesión,  en juramento sagrado, al únisono, repetían los versos del poeta:

(…) Que el alma de la Justicia viva en ti;
La Justicia es Implacable, como los dioses, de cuyo corazón nació;
Soldado del Derecho;
Ponte en pie…
Arma tu brazo;
Y, marcha;
Que no te reposes nunca;
Que no descanses jamás;
Que cada palabra tuya sea un Acto;
Cada Acto un Combate (…)

Y entonces, soñando con la gloria y con los años por venir, se reían juntos, y se juraban amistad y lealtad eterna.  A los hombres les gusta jurar.

Y así pasaron los años de juventud, José María López, Lucía Valencia y Leónidas Alfaro.




*

El amor y el dolor se confunden en el alma. El amor, que inicialmente se ofrece tan bello y tan puro, de un instante a otro se convierte en un peso insoportable sobre el alma… se torna opresivo, inmisericorde, sanguinario… como una sanguijuela que succiona toda la energía de su presa.

El amor se convierte entonces en una lenta crucifixión. Recorrer el camino del amor es recorrer la senda del vía crucis. Amar es crucificarse. Querer es sacrificarse. Ponerse en las manos del amor es la forma más alta y religiosa de entrega… es la manifestación más bella del humanismo… es la materialización de la debilidad del hombre… Y el hombre entonces se hace digno de compasión, porque no existe en toda la creación otro ser capaz de un sufrimiento semejante. Solo el hombre es capaz de amar… y por lo tanto… solo el hombre puede sentir el grito interior y doloroso de un alma deshollada en vida.

Quien ama conoce una forma más dramática de la muerte. La muerte verdadera está en el sufrimiento del alma. Cuando se ama y se sufre por el ser amado, la muerte no es más que una liberación… un paso hacia la felicidad, una brazada hacia las playas de la resurrección.

El amor mata, aniquila, destruye; es la primera debilidad de los grandes hombres; el talón de Aquiles de los grandes transformadores. Los transformadores no se pueden permitir amar. Al hacerlo dejan al descubierto su corazón, que sin escudo alguno, en cromática profusión de carmines y de violetas, se ofrece en sacrificio desinteresado y noble, ante el puñal traidor de la mujer amada… o ante el dardo venenoso del enemigo vulgar.

Y Leónidas Alfaro amó. No podía ser de otra manera.

*

Luciano, se llamaba. Estaba viejo, cojo, flaco como un esqueleto, medio ciego, pero no sordo. Repleto de pulgas. De bigotes blancos, pelo desordenado y sucio, mirada esquiva. Cuando era joven su pelambre era  completamente negra y brillante; casi podría decirse que de pedigrí, pero de unos años para acá había sufrido los embates del tiempo y de la vida, del estrés y de la angustia.  Los perros también sufren.  Este perro había sufrido, y ahora parecía un perro cualquiera.

Sin moverse de lugar, acostado sobre el frío baldosín color bermellón, batía la cola, en lucha inútil por alejar a una docena de moscas que volaban sobre su espalda. Una miga de pan pendía de la comisura de su hocico. Tenía los ojos cerrados, y lo único que movía además de la cola era la ceja de su ojo derecho, pero más parecía un movimiento de nerviosismo involuntario que otra cosa.

Entonces fue cuando todos los perros de la finca comenzaron a ladrar. Salieron al encuentro de un hombre solitario que  se acercaba cauteloso a la casa quinta. El hombre aquel, con mirada de un fuego negro y rotundo, pero cálido  y amable, continuaba caminando, como si ninguna bestia, mitológica o real, pudiese interponerse en su camino.

Solo uno, entre todos los animales, lo reconoció; después de todo, largo tiempo había pasado desde la última vez que había ido a la hacienda.  A pesar de la avanzada esclerosis, tal sería la emoción del viejo chucho, que sendas lágrimas acudieron a sus ojos. A continuación, con ese instinto sobre natural que tienen algunos seres de la creación para guiarse en medio de la oscuridad, el noble anciano acudió corriendo hasta donde sintió el batimiento colectivo y delator de sus compañeros. En seguida, con su olfato prodigioso, detecto al ser que buscaba, ser que ya caminaba hacia él, presa de la más profunda emoción. Luciano empezó a ladrar, invadido por el mayor sentimiento de satisfacción; al tiempo que Léonidas Alfaro se arrodillaba para abrazarlo, derramando por la emoción el llanto más puro y dulce que se hubiera visto por esas tierras en largos años.

Acariciaba la cabezorra del perro, tomaba entre sus manos las orejas repletas de garrapatas, y le juraba por su honor que tan pronto se hubiera instalado él mismo lo despulgaría, liberándolo de tan infames parásitos, y que, además, se aseguraría que su pitanza fuera superior a la de los demás animales de la finca.  El perro, inteligentísimo, lo miraba con cara de agradecimiento,  le lamía el rostro, y levantaba la pata cada vez que este le decía “la mano, la mano”. Leónidas era preso en ese momento de una profunda contrición en el alma. Su arrepentimiento por el abandono del can amado era infinito. Tan grande como el que debió sentir Caín al matar a su hermano Abel.


*

Por fin terminaba su carrera de leyes. Algunos compañeros lo odiaban con toda la fuerza de la que es capaz de odiar un hombre. Otros lo admiraban. Unos pocos lo querían. Pero todos, sin excepción, lo respetaban. Él, indemne, se alzaba por encima de los demás, con portentosa dignidad,  como si  ya sintiese sobre sus espaldas el peso del cenotafio en que algunos querían convertir a su patria, peso que sólo él sería capaz de soportar.  

Consciente de su  histórica misión el día de su graduación Leónidas Alfaro se dirigió a los concurrentes a la celebración que en su honor hizo su familia:

“Quienes me conocen saben que las palabras que pronunciaré hoy no pueden referirse a cosa distinta que a la situación política de nuestro país. Mis palabras serán el reflejo de lo que ha hecho de mi esta Universidad. Esta Universidad ha hecho de mí un radical. Serán el reflejo de lo que han hecho de mí mi padre y mi madre: Un radical y apasionado amante de la justicia y de la libertad. Y es que en un país como éste no hay modo de no ser radical. Es necesario, imperativo, obligatorio  ser radical.

Al contrario de lo pretendido durante años por algunos miembros de la comunidad académica de esta universidad y por algunos conocidos del ámbito político del país, debo decir que nunca me caractericé por mi humildad, y no estoy hablando de la humildad entendida como pobreza, sino de la humildad como ausencia completa de orgullo, como sumisión voluntaria por la conciencia de la propia insuficiencia. Les digo a ustedes que jamás seré humilde, la humildad, como diría Vargas Vila,  es una falsa virtud, la humildad es el patrimonio de los incapaces. No soy humilde, jamás lo seré, soy un orgulloso, altivo y combativo radical. Y no me avergüenzo frente a ello, no soy humilde frente a eso.

¡Soy un radical! Lo soy, porque el honor, los intereses y el futuro, férreamente lo imponen, ya que un dirigente y un  gran pueblo solo son realmente tales, si consideran sagrados sus empeños y si no evaden las pruebas supremas  que ha dispuesto el curso de la Historia.

Pero en estos tiempos la gente cree que es un defecto ser radical. Se equivocan. Entienden dichas personas, que solo hay un modo de ser demócrata: No ser radical. Como diría Gaitán, ellos solo entienden de palabras mesuradas, de esa palabra lánguida que se usa en las juntas de las sociedades anónimas en donde no se escuchan gritos de tinte tan repulsivo como los míos ahora. Pero lo cierto es que, soy radical. Un convencido y empedernido radical.

Entienden tales personas, como decía, que solo hay una forma de no ser radical:  el mutismo absoluto, la rendición perpetua, la cobarde humillación; entienden que se debe ser humilde. Pero el país no resiste más humildad. Requiere radicales de la democracia. Es que hay distintas formas de ser radical. 

La situación política y de orden público presente no tolera comportamientos mediocres, torpes, sumisos, no resiste la debilidad, no soporta la presencia asfixiante  de  timoratos de la política, no soporta la gazmoñería rampante de los políticos de profesión, no resiste en suma, el sudor  tibio y  nauseabundo  que despiden aquellos lagartos que hacen de la política un espectáculo digno de burdel, un charco inmundo de cantina, una sentina destapada y olorosa, dejando de lado la suprema y noble tarea de dirigir a la sociedad por caminos nobles y justos.

¡Soy un radical! Un radical defensor de los derechos humanos, de la libertad y de la mujer! Soy un radical, un radical defensor de la vida, de la libertad de expresión, de la soberanía popular, de la transparencia en el manejo de la cosa pública.

Soy un radical enemigo de los bellaquitos dirigentes de un régimen que se quiere perpetuar en el poder a toda costa.

El país requiere con urgencia una colectividad seria, trabajadora y organizada, y no a una partida de politiqueros efímeros e inestables como los que ahora manejan las riendas del poder.

El país requiere un bloque sólido de convencidos en las ideas republicanas y en las ideas del patriotismo constitucional, que se opongan a la entronización de los golpistas militares que acechan por doquier. 

Soy y seré un radical. Solo así se debe y puede  combatir a la corrupción rampante, a los políticos de corrillo, a los traidores de sus partidos,  a los asesinos de campesinos, a los corifeos del fúsil asesino y  el machete.

¡Juro ante ustedes ser un radical. Juro por ustedes amar y honrar a mi país de forma tan radical como amo a mi madre, a quien honro de rodillas en este bello y supremo momento de la vida!

De qué modo, sino siendo un radical, se puede erradicar este grueso tejido de inmorales, trepadores, vividores, de aprovechadores del erario público, que con una soberbia digna de ser analizada a nivel psiquiátrico, usan para sí lo que le pertenece al pueblo en lugar de ajustarse a su simple función de meros administradores.

De qué modo, sino defendiendo de modo radical a nuestra Constitución, a las instituciones y al Estado de Derecho, se puede garantizar la paz y el progreso en el país. De qué modo, les pregunto, si se tiene en cuenta que sin derecho no hay justicia ni paz; sin justicia y sin paz el hombre queda al margen de la dignidad humana, y sin dignidad humana no hay posibilidades de que salga adelante nuestro país ni ningún otro. La verdadera paz, es fruto de la justicia, virtud moral y garantía legal que vela sobre el pleno respeto de derechos y deberes y sobre la distribución  ecuánime de beneficios y cargas.

¿Hay modo de lograr eso de otra forma? Cómo se logrará transformar la situación de injusticia presente si no es siendo un radical? ¿Acaso pidiéndole el favor al General Mayorga en las selvas del Petén que desintegre su ejercito de sicarios que realiza el trabajo sucio que el ejército no puede hacer? ¿Acaso pidiéndole el favor a los alcaldes y a los gobernadores corruptos de que no roben los dineros de la salud de los nacionales porque prima el interés público? ¿Pidiéndole el favor al Fiscal General de la Nación que combata la corrupción?  ¿No es esto acaso cercano a lo imposible?  ¿Enviándole una carta a la delincuencia común para que deje de secuestrar a guatemaltecos inermes? ¿Remitiéndole una misiva formal al Presidente de la República para que levante la rodilla que tiene puesta en tierra ante el oro extranjero? Puede que esta sea una forma; pero en todo caso una forma miope e indigna. ¡¡¿¿Es qué acaso ya para nadie tiene significado la idea del honor??!! Es mejor ser radical. Prefiero ser un radical.

¿Y qué decir de lo económico? ¿Acaso continuaremos pagando la deuda externa que consume casi la mitad de los recursos de la nación, mientras nuestros niños desnutridos no pueden ir a estudiar?  ¿No es necesario acaso una medida radical que le permita a la humanidad salir finalmente de la caverna de la prehistoria a la cual la condena el reinado del capital? Pero claro, tenemos la opción de ser humildes… yo sin embargo, seré un radical.

¿Podemos ser moderados, cuando asesinan a los periodistas, a los sindicalistas, a los campesinos, a los políticos honestos, a los defensores de los derechos humanos en el país?  Yo les digo una cosa, parafraseando al gran caudillo colombiano, yo no voy a convertirme en el futuro en un dirigente de inmensas multitudes, para que a la hora de la derrota me muestre inferior, les vuelva la espalda, los deje a la vera del camino, para que los violentos los persigan, los acribillen a la vera del camino, NO!, JAMÁS! NUNCA! YO ESTARÉ EN PIE CON TODO EL PUEBLO para que los humildes no sean perseguidos!  ¡Seré… como lo dije, un radical!

Pero es que hay modos de ser radical: También podría ser un radical autoritario, un radical como Nepomuceno Vidal, personaje oscuro de la gloriosa obra de Vargas Vila,  un feudal o finquero, como se quiera, a la criolla; un radical ególatra y acaparador de funciones; un radical Julio César que solo vive para lucir sobre su cabeza la corona imperial. Yo prefiero ser un radical de una estirpe más humana y superior. Prefiero ser como el  Bruto de Shakespeare: Un radical defensor de la República y de la Libertad. Prefiero ser Cicerón, orador eximio y sublime, defensor de Roma Republicana ; prefiero ser un Demóstenes radical, defensor de nuestras instituciones y nuestra maltrecha -pero invaluable- democracia; prefiero ser un Castelar, defendiendo desde la tribuna de nuestra propia Alcira los valores supremos de la igualdad, la rectitud,  y el progreso.

¿Quién duda que no han sido sino los radicales quiénes han cambiado el mundo? ¿No fue  José Antonio Galán, el líder comunero, acaso un radical? ¿No fue Martin Luther King un radical también…. Un radical defensor de los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos de América? ¿No fue acaso Gandhi también un radical?: Un radical defensor de la lucha de liberación pacífica de la India del dominio colonial inglés! ¿No fue el mismo Jesús un radical?: Un radical predicador del amor universal. ¿No fue Jorge Eliécer Gaitán un radical enemigo de la injusticia, la opresión y de la violencia liberal-conservadora colombiana?. Todos ellos han sido radicales así como yo lo seré también. Empeño mi palabra en ello.”

Abrumado bajo el peso atronador de los aplausos del público, Leónidas Alfaro brillaba como un corcel de oro enjaezado, corcel descendido del cielo, hijo de los dioses.

*

Aún recordaba la última carta que su amado le había escrito. Conocía a la perfección cada una de sus palabras, cada significado, toda la composición gramatical, la sintaxis, los errores, los puntos y comas que a su parecer estaban de más. Sin embargo, ya era costumbre suya releerla todas las noches, al terminar el día, hundida en su cama, bajo una tenue luz que al reflejarse sobre su cabello se descomponía en una sinfonía policromática de amarillos y dorados que iluminaban cada centímetro cuadrado de la habitación.

Su dedo índice seguía cada curva de cada letra, de cada palabra, escrita a mano, a la vieja usanza, y se imaginaba a su héroe, en las altas horas de la madrugada, en un campamento yermo y hostil, con la barba negra y roja, tupida, como le salía a él, lleno de privaciones, inmenso sacrificado, harapiento y con hambre, pero vigoroso, como un púgil invencible, como un león imbatible, que en medio de la llanura desértica hace de las ratas su alimento y de los pantanos su oásis… hasta que pase la sequía y regresen los bisontes.

Se conformaba con la lectura de esa carta, recuerdo de la época en que nacía su amor y en que estaban juntos. Desde el día de su partida no había vuelto a  recibir noticias de ese hombre vigoroso que la había enamorado con la sola fuerza de la mirada.

Al terminar la primera lectura, con el seguimiento de su dedo musical de cada trazo de cada línea, de cada letra, de cada frase, la leía en voz alta, e imitaba tiernamente la voz de Leónidas, así:

“Desde donde estoy alcanzo a ver aún todos los días al volcán más hermoso y majestuoso del mundo: El Volcán de Agua. Desde sus altas e inmarcesibles cumbres vigila inmóvil a la Ciudad de Guatemala y a toda la nación. En su centro contiene un lago cristalino y puro, que le da razón a su nombre. Cuando lo miro pienso en ti, y me fundo en la lava de mis recuerdos; y extraño  el agua pacificadora de  tus besos y de tu risa; y siento que nací en esta patria para encontrar una representación perfecta de ti y de mi: Así como esa montaña amenazante y terrible requiere del agua para completar el equilibrio vital y natural de su divinidad, yo te necesito a ti para curar mis heridas, y para tranquilizar mi espíritu incandescente en el manantial impoluto de tu alma gloriosa y eterna, y en el manantial purificador de tus lágrimas sagradas. Tuyo hasta la tumba. L.”



*

(episodio en la finca. Estalla guerra civil, habla con trabajadores. Empiezan a llegar partidarios de la revolución. Discurso tácito. Todos los siguen)



*

(el momento de la muerte del perro, heridas contra Alfaro, y última escapada)

La brida de un caballo picazo tintineó en ese momento. El galopar del animal se hizo audible progresivamente con una rapidez asombrosa. Los estribos chocando contra  la cincha y el sonido de ramas y cándalos fracturándose se hizo cada vez más fuerte. Los cascos de la bestia, irrumpiendo contra la gravilla y las piedras del camino retumbaban como si uno de los jinetes del mismo Atila hubiese resucitado de las entrañas de la tierra, y se dirigiese a degollar a algún incauto nómada de las estepas. Se oyó entonces el click de una escopeta que se carga para disparar, y en el acto salió por el camino en posición de tiro un jinete con su caballo, de manchas negras y blancas,  pero más parecía un centauro armado que un campesino sobre un equino. Le apuntó a Alfaro con decisión y le exigió que se identificase. Alfaro no alcanzó a hacer nada. No había hacia donde ir.  El bueno del perro inmediatamente sacó los dientes, gruñó amenazante, y se transformó en un santiamén en un cancerbero del tercer infierno, que sin ningún tipo de miramiento se abalanzó colérico, en salto formidable contra el jinete, mordiéndole un brazo… Se escuchó un disparo. El perro cayo muerto y ensangrentado, como un piedra de plomo, destinada a no levantarse nunca jamás.


*

(enfermedad de la madre)


*

(final)

Debajo del sol, en línea perpendicular, un espejo de oro refleja todas las iridiscencias astrales. Un oleaje suave, de ondas plateadas,  lame con tierna caricia al cristal metálico, que se extiende después del fin de los reflejos dorados del mar. Destellos de luz  van a parar a los altos farallones de piedra, cantiles insuperables, de roca gris y blanca, hermosos, inmarcesibles, que cual gigantes y portentosos rascacielos  salidos de las profundidades del océano, se levantan muy por encima de la línea del horizonte.

En una cima desolada, un árbol, un único árbol, un Árbol de María, levanta sus ramas delicadas y frondosas, brazos de mujer de porcelana, hacia el sol. Sus hojas son verdes, pero está poblado por millares de flores rojas, más rojas que el fuego, que parece que lo  consumiesen al compás de cada soplido del viento. Jamás la naturaleza dio a luz un prodigio semejante de belleza y  armonía. El atardecer en llamas baña de un resplandor mitológico cada pedazo de madera, cada pétalo, cada hoja del árbol, y  prácticamente lo hace levitar ante los ojos de quienes por primera vez lo ven, abierto y florido en toda su magnitud, en todo su conmovedor esplendor.

Debajo del árbol, en un hueco no muy profundo, de tan solo medio metro, con la tierra aún fresca y negra, el cuerpo inerte de Leónidas Alfaro,  demacrado y hecho jirones, rígido como el granito, se hunde definitivamente. Un campesina humilde, viuda, de nombre María, con una pala en la mano,  ayudada por su hijo  mayor, un hombre canclón, de unos diez y ocho años, ha cavado la fosa, y ya ha empujado al fondo al hombre que su primogénito ha encontrado en las altas cumbres de la cordillera, y que ha conducido en su furgoneta corriendo todo tipo de riesgos hasta ese paraje, con la convicción  que a quien llevaba a su pequeña parcela  para enterrarlo era un mártir de la revolución. Después de todo, el hijo de María es de los pocos hombres que aún tienen consciencia y respeto por el significado de las palabras lealtad y honor.

Paladas de  tierra húmeda, una que otra brizna de hierva, y algunas cuantas lombrices, van cayendo, una a una, sobre los ojos abiertos del héroe. Nadie pudo cerrárselos. Al solo intentarlo los párpados ofrecían una resistencia tenaz, como si el alma del hombre aún habitase ese cuerpo, y no pudiese dejar de ver el mundo a través de esos prismas que son para el hombre una ventana al mundo.  Quedó mirando al infinito, como consumido y aterrado por la tristeza de su propia muerte. Una a una van cayendo sobre la heridas de la espalda, sobre las puñaladas del vientre, sobre el balazo de la cien, las capas de tierra. Lentamente se va llenando el repositorio final. Los ojos de Alfaro, casi parecen llorar, humedecen la tierra que cae sobre ellos… Se despiden tristes del mundo… Se despiden compungidos de los campesinos que quiso ayudar, que ahora quedan desamparados y abandonados a su suerte, sin un redentor, sin nadie que les pueda ayudar. La boca de Alfaro, abierta aún, parece lanzar una última imprecación contra todos  los tiranos del mundo. Finalmente, una piedra cae sobre su mandíbula, la fractura, para ser cubierta después por  otra capa de tierra y  de fango.  

Sin nadie que pronunciara una elegía a favor del caudillo,  sin nadie que apostrofase unas frases en su honor, sin un catafalco adornado con magnificencia, digno de su virtud y su pureza, sin un crespón solitario y elegante que adornara el lugar de su descanso final, sin un túmulo alzado para su honra, la naturaleza se compadeció de ese pobre hombre, asesinado en la flor de la juventud, y ofrendó su vida y su muerte, bañando el lugar del entierro, al lado del tronco mayor del  Árbol de María, con una lluvia de sus flores rojas e incandescentes, como soles, que fueron a posarse sobre la tumba del mártir, como atraídas por la fuerza de gravedad hercúlea de su alma zaherida, sepultada en el momento en que iniciaba la ascensión hacia la gloria.

El viento, un instante después, elevó las flores, que ascendieron en un espiral interminable hacia el infinito.

FIN

La invisible

Madrid existe
-          Cruzando la puerta-
Aunque yo no la vea.

Qué somos

Siempre somos una sombra de lo que fuimos
O tal vez lo que fuimos siempre es una sombra de lo que somos



Enero 28 de 2007
Madrid

No me quieras

Has  evitado con tu no
la injuria de tu nombre,
la catástrofe del tiempo,
la ruina de la Idea de ti.

Por tu no vivirás por siempre,
Cristalina,
transparente,
Farallón de hielo,
Inocente del crimen fatal en que expira todo amor

No me quieras nunca,
Mujer del no
me quieras nunca,

Si algún día me quieres serás una mujer cualquiera,
petrificación de la nada,
un cielo gris y muerto,
una mancha en el desierto.

No me quieras nunca,
Mujer del no
me quieras nunca.

Te quiero
intocable, 
Lejana,
Distante,
Como una  luna roja,
marea indomable,
explosión  cósmica del universo.

Déjame quererte en mi ignorancia de ti,
Se siempre la Idea de ti,
La que eres sin ser,
La que yo veo y tu no ves,
La que no es,
La que vive en mí.

 3 de julio de 2006
4:55 pm

Te busco

Te busco en tus silencios,
Indescifrables laberintos de metal,
Oblicuos reflejos de la nada,
                                   De tu todo,
                                               De mi siempre.

Te busco en tus sombras,
Fantasmas alegóricos de ti,
De lo que has sido,
            Lo que fuiste,
                        Que serás,
                                   Hoy,
                                        En cada instante,
                                                    Nunca.
                                                          
Busco descubrirte en tu tristeza,
En tu noche,
En tu día,
En cada lágrima de ti,
En tu sonrisa,
que es como una lágrima pero al revés.

No te encuentro  en el negro vértigo del universo,
Ni en el azul trágico de la melancolía;
Ni en el púrpura estático de la realeza;
Tú estás en el rojo apasionado y fulgurante de la lucha, de la sangre, del amor, de la alegría.
Tú eres vida pura.

Y te encuentro finalmente,
Erguida,
triunfal,
como un águila hecha sol,
Luminosa estrella de la vida, de la muerte, de la gloria.

Y te observo
En silencio,
y te quiero,
sin  quererte,
aurora boreal,
nimbo dorado,
rayo de luz.

Y te amo
Sin amarte,
A ti,
Poesía viviente,
Simún de mi alma,
Por haber hecho bailar mi corazón.  

Camilo Enciso
2 de julio de 2006
11:34 p.m.

Noche de Guatemala

29 de marzo de 2006
2:24 a.m.

La noche es seca, ventea incesantemente, las estrellas están ocultas y Guatemala duerme. La naturaleza envuelve todo en un manto misterioso, que llena de luz y de color a la tiniebla misma de la noche. Los trabajadores humildes  del país  están próximos a despertar. Es bien sabido que la gente pobre, por regla general, trabaja desde más temprano y hasta más tarde que la demás.

Los volcanes imponentes, fulgurantes, que habitan casi todas las regiones del país, abren sus bocas amenazantes al cielo, y en su interior  centellean estrellas de fuego incandescente, que advierten al hombre -pequeño e indefenso frente al magnánimo poder del Universo- que basta un pequeño estremecimiento de la tierra para dar vía a la tragedia y al dolor.

Un tapete verde cubre al país entero; las flores multicolores, y las jacarandas aguardan la salida del astro mayor para descubrir a los ojos del hombre las tonalidades más hermosas, los carmines más penetrantes, los azules más conmovedores, las blancuras más inmaculadas.  Las mujeres del pueblo -del color de la tierra que produce el trigo y el maíz, del color de la tierra en la que se nace y se muere, del color de la tierra por la que corren los ríos, del color de la tierra en la que lucha, vive y llora cada hombre del mundo-, envueltas en telas del color de la naturaleza y del arco iris, tejen y amasan, amamantan y crían, cocinan, sufren y lloran, rezan y mueren, y nacen, y crecen, y vuelven a rezar.

Los mares bañan al cuerpo ensangrentado del  país. Sus playas vírgenes e inexploradas son un canto a la creación y a la mujer amada. El amanecer que se aproxima, de arreboles volcánicos, y auroras boreales, es como un despertar de ella, mujer divina: Nace el sol  -como una perla fulminante en ascensión al infinito- envuelto en un manto de flamas poderosas y embrujadoras; sol  ante el cual  todo hombre debería postrarse en adoración cada día de su vida,  así como los venados, después de la fugaz cacería, caen desplomados y exhaustos ante la grandeza milenaria del león…

…Y mientras el astro supremo de la creación inicia su asenso para irrumpir en la altura soberana de los cielos, un águila cetrina vigila desde las cumbres inaccesibles cada cambio de tonalidad del horizonte, detecta cada fluctuación del viento, el revoloteo de cada insecto, de cada coleóptero, de los linces y de las palomas, de cada indio, de cada incendio, de cada ser insomne que en la agonizante penumbra deambula como un alma en pena. Y al salir el primer destello de la estrella mayor, divisa a su presa -una sierpe ondulante y delgada, verde  esmeralda-, y se abalanza sobre ella, con sus garras de hierro, centelleantes al infinito, terribles y poderosas, y las entierra en el cuerpo del animal, que en el acto se retuerce como un rayo, y se estremece, desvaneciéndose dulcemente en manos de su captor, para formar con él, mientras asciende hacia el espacio sideral e inconmensurable,  un ser único y eterno: la serpiente emplumada, Kukulkán…   dios del aire y de la tierra, que vive en un fugaz instante… momento único,  sublime y absoluto,  irrepetible, en que el cielo desciende a  la tierra para unirse con ella, y en que la tierra asciende a las alturas superiores, en poética unión, para morir en ellas.

Camilo Enciso
Ciudad de Guatemala