Thursday, November 25, 2010

Carta a Karenina

Odessa,    20 de noviembre de 1894

Querida Karenina,

Ignoro si esta carta te llegará algún día. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos. No sé en dónde vives, ni qué haces. El nombre de Wronsky jamás se volvió a pronunciar por estas tierras y nadie volvió a saber de ti. Me pregunto qué te pasaría. Imagino que debes estar en algún lugar al otro lado del mar, en alguna montaña o valle lejano, mirando la luna llena rodeada de nubes verdes y tomando el té de siempre. Quisiera enviarte esta carta en una botella grande, de vidrio, con un corcho en la punta, como en las historias para niños, para vivir el poco tiempo que me queda con la esperanza de que algún día la tengas en tus manos.

Varios lustros han transcurrido desde la última vez que escribí una carta así. En los años de juventud solo escribía inspirado por el amor; pero eso nunca volvió a ocurrir. Me pregunto por qué escribo esta vez? Será que he vuelto a amar? No tengo la respuesta. Uno nunca entiende lo que siente.

Quizás recuerdes que  siempre me han gustado las novelas de Dostoievski, y entre ellas aquellas en las que viven los personajes más particulares; aquellos que tienen el alma desdoblada. Puros y terribles, castos y pecadores, culpables pero inocentes, son como un espíritu en pena, partido en dos. Son el Fausto de Goethe. Mefistófeles no es el diablo que corrompe a Fausto. Fausto es Mefistófeles; Mefistófeles vive en Fausto, lo habita, lo corroe. Por eso Fausto es un espíritu atormentado. Lucha contra sí mismo, lucha por conquistarse cada día, en vano… Pero empecé hablando de los personajes de Dostoievski y no de Goethe…

…Marmeladov, es en mi opinión la máxima creación de Dostoievski; es la mejor muestra de la verdad oculta de la naturaleza humana. Marmeladov ama a su hija pero la prostituye; conoce su crimen, lo acepta y se arrepiente, se arrodilla y suplica perdón, pero sus pasiones son más fuertes. Marmeladov y yo tenemos algo en común.

…Soy desordenado, ya lo sé. Esta carta no tiene principio ni fin, pero concédeme esta pequeña licencia. Déjame hundirme libremente en el caos inmarcesible de mis palabras y matar mi alma en el delirio de mis sentimientos. Mi alma he dicho? Me pregunto en dónde estará, si es que la tengo. A veces siento como si hubiera perdido la capacidad de amar.

…Aglaya me dice que la he traicionado, que no he podido olvidarme de mi pasado amor. Pero Aglaya se equivoca. Cómo he de explicárselo? Si algún día te llega esta carta por favor responde, dame tus consejos. Puedes escribir algo corto, poner tu carta en la misma botella, taparla con un nuevo corcho, y echarla al mar, desde una balsa, lejos de los farallones, para que la corriente no la estrelle contra ellos y la rompa; debes dejar que se vaya con la corriente que viene hacia Odesa, atravesando el Bósforo. Seguro me llega. Ya verás… Pero qué cosas digo! Ya no hay tiempo. Es demasiado tarde.

Te decía que necesito tu consejo. Yo quisiera decirle la simple y pura verdad. Recuerdas a Katia? Durante el tiempo que estuve con ella la quise como a nadie, pero al final tenía claro que mis sentimientos por ella no eran aquello que los poetas llaman amor. Tenía mucho de ternura y cariño, de amistad sincera; pero le faltaba el fuego del amor. Y eso ocurrió siempre. El primer periodo que estuvimos juntos, por poco menos de un año, sentí esa ausencia de devoción absoluta hacia ella, por primera vez. Sentí que eso no era amor, que no podía ser amor... Y por eso la dejé la primera vez. En ese momento Aglaya todavía no existía en mi vida. Y entonces Katia viajó lejos, y la vida siguió, pero a su regreso, sin ninguna explicación volví a estar con ella. Pero después de un tiempo volví a pensar que sentía por ella un inmenso cariño, ternura, pero no amor. La llama del amor estaba ausente. Pero, cómo podría yo hacerle entender esto a Aglaya? Nunca me creerá. Pero he de decírselo, lo haré. Ella debe saberlo.

Mi querida Karenina, me haces falta. Solamente tú puedes entender el dolor que me atraviesa de lado a lado, como una navaja. Después de todo, los demonios como tú y yo también tenemos corazón.

Desde mi ventana miro la tarde gris, un pájaro vuela sobre los edificios, el otoño se ha revelado en toda su intensidad. Hojas ocres, verdes y rojas vuelan sin rumbo por el aire. El piso es un cementerio. Los árboles parecen manos macabras pidiendo perdón, levantándose desde el infierno. La ciudad entera me parece como una inmensa cruz que se levanta hacia lo alto, como buscando alcanzar la eternidad, mientras pedazos de madera vieja caen de sus costados, como naufragios.

…Desde la partida de Aglaya siento que perdí la mitad de la vida. Siento que la cruz en la que vivo me aplasta como una maldición irremediable, quitándome el aire. Cada inhalación es como una puñalada, y cada exhalación como una muerte.  Me pregunto si este dolor que siento no es amor? Acaso el amor es algo diferente a un intenso dolor, a este dolor? Después de todo este tiempo en que me negué amarla, no he llegado a amarla finalmente? No ha llegado acaso ese momento para mí? El momento de la mayor bendición es al mismo tiempo el de la mayor maldición. Todo bautizo es una condena. El amor me ha condenado y me ha partido en mil astillas, como un madero alcanzado por un rayo. Sí; creo que después de todo he llegado a amarla, contra mi deseo inicial, contra mi instinto de conservación. Pero ella no lo cree, jamás lo creerá. Mi querida Karenina, sé que ella no lo creerá. Es extraño. Cuando yo pensaba que había logrado imponer una barrera infranqueable para no volver amar estaba en el mayor error. Pero, mi querida Karenina, ella no lo creerá; lo sé. Pero debo decírselo, así no lo crea. Pero cómo!?

Si yo muriera antes que ella, me pregunto si Aglaya pondría flores sobre mi tumba. Ella cree que no la amo, pero se equivoca. Para mí ella es el esplendor del mundo. Es como un lago inmenso y puro que refleja la luz del sol y lo ilumina todo. Es como un viento ascendente en el levante, que arrasa todo a su paso: los techos de las casas, los sombreros de los transeúntes, las olas del mar. Es como una fuerza vertiginosa que atrae todo hacia sí, como un pulsar que palpita y gira en el punto más distante del universo... No pienso en nada que no sea ella.

Aglaya se ha ido. Está lejos y no responde mis cartas. Debo refugiarme en su recuerdo. Tomo en mis manos las cartas que me escribió hace tiempo, intento ver más allá de sus palabras, entender qué la llevó a amarme. Reflexiono y me pregunto si merecí en algo que me amara. Vienen recuerdos a mi mente: el día que la conocí, el primer baile, las esquelas que le envié, mi curiosidad por su vida, su amor por las obras teatrales de Chejov, sus ojos expresivos, diamantes brillantes; su olor… Karenina querida, jamás olvidaré su olor, la forma de su cuello, su risa. Cómo olvidarla? Sus manos, su cuerpo pequeño, sus abrazos, su forma de amar. Ella es como una canción; es como un atardecer en Quito, con balcones iluminados, iglesias fulgurantes y amantes enamorados.

Tendría que escribir no un libro, sino dos o tres, para contarte lo que siento. Ella se ha ido. Nunca más la tendré en mis brazos, nunca más será mía, me odiará y me enterrará en el olvido. Me clavará a una cruz, y le prenderá fuego. Escupirá sobre mi rostro. Y aun así, es ahora cuando más la quiero. Karenina, qué es el amor? No sabes cuánto sufro. Pero aun así no puedo imaginar algo mejor, ella sufrirá menos y yo pagaré mi culpa. Lo merezco, por haber mentido, por haber sido innoble, cínico, bajo y ruin. Mea culpa… Pero si le confieso todo esto crees que volverá a amarme? Seré digno de su perdón?

…Anoche le escribí una carta. Decía lo siguiente:

“Debe resultar extraño que después de un año todavía no sepas lo que siento por ti. Pero debes excusarme. Yo mismo no lo sé. Cuando miro hacia atrás veo nuestra vida como en cuadros. Pinceladas por acá y por allá han dibujado aquello que podría llamarse un cuadro de “nosotros”. Las imágenes bailan en mi mente, como una melodía. Tengo recuerdos de nuestra visita a tu familia a la vieja casona en las afueras de Odessa, los saltimbanquis desfilando por las calles, el olor de esa comida particular de tu tierra, no recuerdo su nombre; veo las luces de la troika alumbrando el camino durante nuestro viaje a esa otra ciudad en donde sentí por primera vez lo que era amarte sin reservas, gracias al distanciamiento de las calles, los paisajes y los lugares de siempre; recuerdo los acantilados que tuvimos que eludir, y tus ojos brillantes, mirándome en la penumbra, cuando abría los ojos en algún momento de la noche; pienso en esa vez que fuimos a un bailar juntos después de un largo día de trabajo… recuerdo las luces fulgurantes iluminando esa amplia sala, los músicos que tocaban esa nueva música que rompe toda la tradición cultural de nuestra patria, pero que sin embargo es como un arrullo del alma… Miro hacia atrás y veo más y más imágenes, como una cascada interminable de emociones felices, como un arroyo puro nacido en el seno de la más alta montaña. Recuerdo a tu perro viejo, robándose la comida de los demás, ladrón empedernido; y las primas pequeñas, los tíos sonrientes, todos juntos y felices, bailando con ese muñeco relleno de paja que en tu tierra queman el ultimo día del año. Los recuerdos fluyen por mi mente, como una nube de humo de colores, que me embriaga y llena de alegría. Cuando pienso en estas cosas voy a mi armario, abro el baúl de madera que compre en Petersburgo, en donde guardo las cosas importantes, y veo el dibujo que un artista errante hizo de nosotros por esos días. Miro tu sonrisa en el dibujo por un par de horas, y se ve tan real que siento que puedo viajar al pasado a través de él, abrazarte por el talle, acariciar tu cuello, la cara, pasar las manos por tu cuerpo, sentir el humor de tu cuello, y besarte como en esos días en que éramos felices, contemplando el mundo desde la más alta atalaya de la ciudad, en un abrazo invencible…”

La carta era larga, pero después de leerla la hice pedazos. Aglaya no entendería que cada letra de esa carta era una prueba de mi amor por ella, de mis sentimientos más sinceros.

…Lo mejor que hubiera podido pasarme es morir en un duelo por ella, cuando ese tipo Chichikov se le acercó y le hizo una propuesta impropia. Jamás debí dejar pasar ese momento. En el acto debí abofetearle y retarlo a un duelo de armas en la madrugada del día siguiente. Estaría muerto él, y yo habría sellado mi pacto de amor con ella; o estaría muerto yo, y entonces todo daría igual. Pero ella sabría que mi amor por ella fue real, que estuve dispuesto a dar mi vida por su honor que mi sangre estaba presta a correr bajo sus pies, buscando una última bendición antes de volver a fundirse con el frio eterno de la tierra.

Las cartas son como una confesión. Pero nunca he sido bueno en ellas.  Yo quisiera que al terminar de leer mi última carta ella sepa que la escribo inspirado por el amor que siento por ella. Pero ya ves como escribo de mal. Un laberinto de ideas, explotando como un torrente de abejas que huyen despavoridas de un panal atacado con una piedra. Así es mi mente, mis cartas, así soy todo yo: un caos ponzoñoso al cual nadie jamás se debería acercar. Y sin embargo, Karenina, yo tengo un corazón noble y bueno; si pudiera, me lo arrancaría y se lo llevaría en una caja de oro, con una esquela escrita con tinta de plata que dijera: “Para ti, como una prueba de mi amor”. Pero tal vez no sea buena idea. Sus manos no deben mancharse con mi ofrenda. Son demasiado hermosas para eso. Un día me quede mirándolas, por mucho tiempo, mientras ella dormía a mi lado. No sabes lo bellas que son! Ese día le di un beso en la frente, pero ella siguió durmiendo, como un ángel. Ignoro si las cosas hubiesen sido diferentes si ella pudiese saber todo esto.

El vodka ha hecho su efecto. La nostalgia me invade y pienso en ella, cada segundo. Tic, toc, dice el reloj. Y cada segundo es como una puñalada. Una, dos, tres, mil, pero no muero; diríase que mil samuráis han caído con sus sables sobre mí, atravesándome un millar de veces. Karenina, no sabes lo desdichado que soy. Solo pienso en cerrar los ojos y no abrirlos nunca más.

Cierro los ojos, por si acaso se cumple mi deseo, pero en lugar de ver el negro reconfortante de la muerte, vienen a mí nuevos recuerdos, fantasmas perennes, como aquellos de la opera  que vimos, o los que hacían ruidos extraños en la segunda planta de la casona de Odesa (la deben haber habitado por siglos). Los fantasmas van y vienen, a veces con ropa elegante, como la que ella usaba cuando nos conocimos, en las oficinas del ministerio, o la que se ponía cuando llegaba a mi puerta con una canastita de manjares deliciosos, traídos desde tierras lejanas, con una flor enredada grácilmente en la cabeza. Recuerdos, sentimientos, olores, visiones, todo en una sinfonía interminable.  Pero dejemos esto por ahora. Vas a pensar que soy un orate.

… Marmeladov ha tocado la puerta de mi cuarto anoche, en sueños. Cuando abrí la puerta allí estaba él, con la ropa deshilachada, la camisa mugrienta, un capote desvaído, un sombrero de copa comido por las ratas, y una sonrisa cínica y burlona. Tenía una botella de vodka en las manos. Solo quedaban algunas gotas en el fondo de la botella. Tan pronto abrí la puerta Marmeladov se abalanzo hacia mí, abrazándome fuertemente. Pude sentir su olor nauseabundo, a detritus y alcohol. Me tomó por las manos y empezó a bailar, como loco, arrastrándome por toda la habitación. Tumbó la lámpara y los libros, los vasos y el cenicero, riendo cada vez más rápido, con los dientes amarillos y pastosos, inmundos. No me soltaba. Sus ojos se llenaron de sangre negra, como agua de pantano, y lágrimas empezaron a salir de sus ojos. Con la cara desfigurada se quedó mirándome con horror, mientras se arrodillaba, alzando las manos al cielo, gritando Sonia! Perdóname! Perdóname! Perdóname! Y mientras gritaba, insectos, ratas y serpientes, salían de su boca, y Marmeladov convulsionaba, asfixiado, intentando respirar. En ese momento se puso en pie y empezó a correr hacia mí, implorando mi ayuda, mientras los animales salían por cientos de su boca. Intenté abrir la puerta de mi cuarto para huir, pero no había escapatoria.

En ese momento me desperté, sobresaltado, con el corazón palpitando como un galope de cien caballos. Fui al baño, orine y me lavé la cara. Me tomó varios minutos sobreponerme a la pesadilla. Cuando regresé a la habitación, todavía temblando, abrí la puerta de mi cuarto muy despacio, como temeroso de que en él hubiera alguien.  Pero no había nadie. Solo vi una botella de vodka vacía, un sombrero de copa sobre el diván que está puesto contra la pared y sentí un sabor amargo en la boca. Entonces comprendí. Miré al espejo, triste, desilusionado; y allí estaba yo, en su reflejo, Semyon Zaharovitch Marmeladov.

…Hace una semana no salía de mi casa. La necesidad me obligó a salir esta mañana. Debía comprar algo para comer. De camino a la plaza de mercado me hizo falta el tacto de sus manos. Me estaba acostumbrando a sentir sus manos pequeñas entre las mías. Después de caminar tres cuadras un sentimiento desconocido para mí llego de repente: era como una especie de tristeza súbita, glacial, como el aire del planeta más distante. Ese sentimiento irresistible invadió mi cuerpo como una ola y las piernas no pudieron tenerme más en pie. Caí al piso como un árbol milenario y cansado, me cubrí el rostro  con las manos y lloré como un niño. 

Pasaron diez minutos, por lo menos, hasta que pude incorporarme. Al hacerlo, bajé mis manos, las sequé con el pantalón, y levanté la mirada, los ojos vidriosos, buscando el rumbo que debía tomar. En eso momento la vi a ella, a Aglaya, al otro lado de la calle, en la esquina, mirándome con cara de reproche. Me paré al instante, me puse las gafas, todavía empañadas, y me dirigí hacia ella; pero en ese instante giró sobre sus talones, y caminando rápido se alejó del lugar, saliendo de mi vista. Quería hablarle, explicarle mis sentimientos, preguntarle qué hacía en la ciudad cuando yo la imaginaba en otro lado del mundo. Corrí tras ella, pero cuanto más me acercaba, mas rápido caminaba ella. La seguí así durante varias cuadras, hasta que la vi entrar a un edificio con una puerta negra, sin candado y sin chapa de ninguna clase. Entré tras ella y seguí el sonido de sus pasos ascendentes, subiendo una escalera; la seguí varios pisos, tres en total. No había más. Al llegar a la última planta no vi nada, los pasos se habían silenciado, ninguna puerta sonó. Me quedé allí parado, como esperando que pasara algo, por largo rato. Pero nada. Confundido descendí al primer piso y salí al frio de la calle, pensando en ella, recordando cada detalle, cada parte de su cuerpo.

Si supieras lo hermosa que es me entenderías! Te la describiré lo mejor que pueda, con lo poco que tengo de poeta: al inicio de los tiempos, poco después del séptimo día, dios descendió por el cráter de un volcán, y muy cuidadosamente buscó las piedras más preciosas. Buscó durante días, en esa caverna oscura de su creación, las joyas más resplandecientes. Después de tres semanas, mucho más de lo que le había tomado crear el universo entero, encontró dos de ellas, incrustadas en la dura roca – una al lado de la otra –, redondas y puras, transparentes; cada una era un zafiro diminuto, recubierto con un barniz insolente, casi imperceptible, de negro marfil. El creador les dio vida propia, y encendió en ellos sendas luces vivaces, como esas que tienen las luciérnagas del campo. Los tomó con cuidado, los guardó entre su barba y los llevó a su morada. Allí aguardó tranquilo algunos millones de años, y justo en el momento en que Aglaya salía del vientre materno, con disimulo, sin que nadie lo viera, le pasó su mano derecha por el rostro, dejando en ellos las piedrecitas milenarias. Karenina, si pudieras verlos; los ojos de mi amada son como un par de lágrimas de dios.

Alrededor de ellos – sus ojos – existe todo lo demás: un pelo negro y azabache, como de un corcel persa; un cuello delgado, con un par de lunares escondidos entre los bucles de su cabellera; lunares que marcan el camino hacia ese mapa esplendido del universo que es su espalda. Sus pies son pequeños y perfectos. Diríase que son como los pies de Lesbia descritos por Catulo: “Quo mea se molli candida diua pede / Intulit et trio fulgentem in limine plantam / Innixa arguta constituit soles”. Si supieras lo hermosos que son! Mi Karenina! Si supieras con qué dulzura los miro en silencio, cuando duerme a mi lado, con qué genuina devoción los admiro; pero estas cosas ella no las sabe, no las sabrá nunca, no debe saberlas. Verdad? Jeje, verdad? Karenina, sé que me crees loco, jeje. Y es verdad. Soy un hombre triste y loco que deambula en los laberintos grises de la mente. No la seguiré describiendo, no puedo; pensar en ella así, con tanta intensidad, me quita la poca cordura que me queda.

Cuando conocí a Aglaya me así a ella como un naufrago. El barco en el que viajaba mi amor por Katia se había ido a pique y quería dejar ese pasado atrás, mirar hacia el futuro, construir una nueva vida. Pero sólo hasta hoy comprendo el error que cometí en ese momento. Era imperativo exorcizar todos mis demonios antes de empezar una nueva relación. En cambio, Aglaya tuvo que cargar con todo su peso, soportándolos, paso a paso, cuando se atravesaban en nuestro camino. Los demonios se presentaron como recuerdos de los buenos tiempos que viví con Katia; como retazos del cuadro que es nuestra propia vida, que solo vemos desde la distancia. Y al verlos sentí nostalgia, melancolía, tristeza por lo perdido. Pero mi amor por Aglaya había crecido, y preferí no abandonarla. Ella cada vez conquistaba más mi corazón. Un día me llevaba un chocolate, otro día me sonreía desde la distancia, otro día usaba algún perfume que me trastornaba, y otro día lucía algún vestido llamativo. Los lunes usaba uno morado, de lana; los martes falda con una camisa blanca; los miércoles una blusa negra, cinturón rojo, y aretes; y así pasaba la semana, felizmente, y al verla pasar me embelesaba con su gracia particular. Todo eso elevó el tamaño de mis sentimientos por ella, llegando a ser algo que nunca supe en ese momento si era cariño, amor, ternura o deseo. Ahora creo que tal vez era una mezcla de todas esas cosas.

         Empezó entonces el periodo más terrible: una fase de transición, en la cual, sin haber olvidado a Katia, empezaba a querer a mi nuevo amor. Pero el periodo se extendió en el tiempo, contra mi voluntad. Debo reconocer que hay algo en mí que me impidió desprenderme de Katia para siempre. Era como una especie de adicción; una especie de necesidad irremediable de hablar con ella, de saber los últimos acontecimientos de su vida, si estaba bien o mal, si era feliz o no. Durante todo ese tiempo esperé que el destino pusiera punto final a esa cercanía enfermiza – que tanto daño le hacía a Aglaya –, poniendo en el camino de Katia a otro hombre, que la hiciera feliz. Así no me quedaría otro remedio que concentrarme en mis propios asuntos, y todo sería más fácil.

En cierto punto creí que las cosas saldrían bien. Katia empezó a frecuentar a alguien, y eso me dio tranquilidad; pero después supe que la aventura había fracasado, y el contacto reinició en forma de cartas, cada cierto tiempo, o citas esporádicas en un parque o un café, en donde hablábamos de la vida, de las causas de nuestro fracaso como pareja, de la imposibilidad de estar juntos otra vez. Durante nuestros encuentros había ternura en la conversación; pero no nos tomábamos las manos, no nos besábamos. Solo nos abrazábamos con cariño en la despedida, como dos niños que sienten que descubrieron el amor por primera vez, que todo terminó, y tienen miedo de dejarlo ir. 

         En esos días me pregunté mil veces si era posible amar a dos mujeres al mismo tiempo. No me reproches. No han pasado millones de hombres por el mismo dilema? No han muerto miles por la misma razón? Somos culpables de nuestros sentimientos? Si? Lo somos? Sea! Pero, no somos dignos aunque sea de un poco de compasión? Yo, te lo juro, intenté por todos los medios fortalecer mis sentimientos hacia Aglaya, olvidando el pasado lo más rápidamente posible, pero algo no funcionó. Karenina, estoy tan triste mientras escribo esto, que casi no puedo respirar. Me comporté como un cobarde, y sin embargo, quise hacer las cosas bien, solucionar el dilema, correr hacia Aglaya, abrazarla, bañarla en besos y bendiciones, agradeciéndole su amor y gritándole que la amaba. Pero no pude, Karenina, fallé. Soy culpable, mil veces culpable. Solo quisiera recibir en mi lecho de muerte, antes del momento final, cien azotes por cada lágrima que Aglaya derramó por mí.  Pero aún tengo más que decir sobre este punto. Pero por ahora me tomaré un respiro; es necesario, debo descansar.

…Después de la alucinación que tuve esta mañana, persistí en mi plan de buscar algo de comer. Caminé hasta la tienda de la esquina, en donde me atendió una campesina humilde, robusta y hermosa, como sacada de un cuadro de Vermeer. Me sirvió leche en un platón y un trozo de pan. Lo devoré todo con ansiedad. Al terminar le di a la mujer un par de Kopeks y partí con la intención de recluirme otra vez en mis aposentos. 

Al entrar a mi casa noté que estaba oscura y triste; como si hubiera adoptado los colores de mis sentimientos. Subí lentamente las escaleras que conducen a mi habitación. Subir cada peldaño me parecía como escalar una montaña. Así de mal me sentía. Abrí la puerta de mi habitación con cautela, como con miedo de encontrarme a Marmeladov esperándome en ella. Pero en lugar de encontrar a Marmeladov, vi un bulto negro parado sobre mi cama. Al oírme entrar se dio vuelta rápidamente y se quedó mirándome fijamente, con los ojos bien abiertos, casi desorbitados, como dos lunas.


Quedé estupefacto, sin saber qué hacer. El ser empezó a moverse hacia el espejo que está a la izquierda de mi cama, incrustado en la pared. Levantando la mano señaló el espejo, como pidiéndome que mirara su reflejo. Temeroso, pensé en salir corriendo, pero la mirada de ese ser extraño congeló mis movimientos. No tuve más remedio que permanecer allí, de pie, asustado, mirando hacia el espejo; pero en el espejo no había reflejo alguno. En su lugar había una especie de gruta, de portal a otro mundo. El ser fantasmagórico se adentró en ella, haciéndome gestos para que lo siguiera y eso hice. Esto es lo que vi:

Al dar el primer paso al interior del espejo noté que las paredes que nos rodeaban estaban húmedas, el piso estaba recubierto de musgo y flores muertas, y al final de lo que parecía ser un largo túnel se veía una luz tenue y azul, como de ultratumba. Acá y allá se veían piedras sueltas, pero bien talladas, últimos vestigios de un camino construido por pobladores milenarios.

Mi guía me tomó cierta distancia. Era mucho más ágil que yo, y era evidente que conocía el terreno bastante bien. Yo en cambio, menos ágil, aunque acostumbrado a este tipo de caminatas desde mis años de juventud, lo seguía con dificultad, medroso de perderme en ese mundo desconocido.

Mientras me entretenía con el nuevo paisaje percibí que mi guía sufría una metamorfosis. Pasaba de ser el bulto negro y amorfo que había visto en un principio, a una pantera negra, hermosa, inmensa como un león. Era un animal dócil, pero astuto; poderoso, pero ágil; con una mirada penetrante, pero terrible, como un rayo de Zeus. Le seguí durante lo que parecieron horas, días, semanas, hasta salir de la cueva a lo que parecía ser un bosque oscuro, nebuloso y gris, como plantado en el fin del mundo.

Cuando me sentía cansado y me dolían los pies de tanto caminar, ella me cargaba en su lomo, suave como un terciopelo de oriente; cuando tenía sed ella me cogía delicadamente con su garra, me cargaba en su espalda y dando un par de saltos inverosímiles me llevaba a alguna quebrada en donde yo tomaba agua helada, agradecido; si me daba frio, ella se acostaba en el piso, me ponía una pata encima y me daba calor.

Sin darme cuenta nos hicimos amigos. Podría decir que fueron los días más felices de mi vida. Si me daba hambre, ella lo notaba en seguida. En el acto salía corriendo, como una leona en busca de comida para sus crías. Después regresaba triunfal, con un bocado en la boca, y lo dejaba en el piso, a mi lado, para que yo lo comiera mientras ella se acostaba exhausta a descansar. A veces llevaba canarios, gacelas, garzas, vacas o perros, daba igual. Comíamos cualquier cosa que estuviera a nuestro alcance. Con el tiempo yo aprendí a cazar también. Todavía recuerdo el día que alcancé mi primera presa.

Nuestra amistad continuó creciendo. Por las noches yo le rascaba las orejas o le masajeaba la espalda. Si me detenía ella me miraba de soslayo, perezosa, y levantando un poco alguna de las patas delanteras me pedía que siguiera, y allí volvía yo a rascarle un poco más. Cuando me aburría por no poder hablar con nadie ella me hacía reír, imitando a los humanos. A veces bailaba polka, otras veces imitaba a un soldado en combate y recibiendo un disparo se hacía el muerto, otras imitaba a un cosaco en la estepa rusa, pero la escena que más gracia me causaba era cuando hacía el borracho. Quién lo iba a creer: a mi pantera le encantaba actuar!

Todo era perfecto hasta que un día, temprano en la mañana, mientras caminábamos por un valle amplio y luminoso, divisamos en el horizonte lo que parecía una plantación de rosas. Me subí en el lomo de mi amiga y corrimos hacia ellas con la velocidad de una locomotora. Cuando nos acercábamos me di cuenta que estábamos siendo atacados.

Desde uno de los costados del camino alguien lanzaba contra nosotros piedras que parecían meteoritos. Las esquivábamos con agilidad, pero una de ellas alcanzó a mi fiel amiga en una de sus patas. Malherida cayó al piso, y yo con ella. Mientras intentaba incorporarse percibí que una sombra gris se cernía sobre nosotros, como un ave rapaz, alzando una piedra inmensa en el aire, despedazando con ella el hocico de mi fiel protectora. Mi amiga profirió un último chillido de espanto y quedó inconsciente al instante.

Nuestro enemigo alzó la piedra una vez más, y golpeo a mi amiga con brutalidad una y otra vez, y otra vez más, rompiéndole el cráneo en cuatro pedazos. La sangre rodaba por doquier, pintada de ese purpura sagrado de la realeza; y yo, que había quedado atrapado bajo el peso de mi compañera, horrorizado, gritaba llorando, sin saber qué hacer. El agresor la seguía golpeando, cuando de repente empezó a reírse a carcajadas, cada vez más fuertes: “jaja, jaja”!… Cuál sería mi horror al alzar los ojos y ver allí a Marmeladov, con los ojos inyectados de sangre, a punto de estallar; la quijada desencajada; entre tembloroso y colérico; alzando la piedra una vez más y rompiéndola una y mil veces contra la cabeza de quien me había protegido con tanta devoción.

Cuando por fin todo terminó y Marmeladov se hubo ido, vi con desesperación que la sangre tibia del animal corría lacónicamente por entre las rocas y las rosas rojas que habíamos ido a ver. Me quedé allí, solo, con los ojos vidriosos, abrazándola, aun aplastado por su peso, con ganas de morir.

Aunque en esa tierra extraña no había días ni noches, creo que lloré por veinte días y veinte noches, abrazado a mi protectora, que alguna vez creí indestructible. Cuando el viento se llevó una parte de su peso y pude escapar de mi aprisionamiento, decidí volver. Milagrosamente encontré el camino y en un abrir y cerrar de ojos me encontré nuevamente a un paso de mi habitación. Tomé valor y entré en ella, sin mirar atrás. Todo a mi alrededor era silencio. Miré el reloj y solo había pasado una hora desde el momento en que había decidido ir por comida a la calle. Algo muy raro había pasado. Miré alrededor: no vi a nadie; pero encima de mi cama estaba el sombrero negro de copa alta, teñido con una mancha escarlata.

(…) He dicho que en algún momento sentí amor por Katia y por Aglaya al mismo tiempo. Pero después de cierto tiempo tomé la firme resolución de querer solo a Aglaya. Después de todo, ella había estado fielmente a mi lado, incondicional, me quería y era transparente. Mientras tanto Katia me desesperaba con su deseo de tenerme sólo para ella, con su deseo de amarrarme, exigiéndome siempre más y más tiempo. Durante los últimos días de la relación Katia me generaba un fastidio indescriptible. Siempre llena de recriminaciones y palabras hirientes. Siempre mostrándose como la mártir de la relación. Mientras tanto yo, trabajaba y trabajaba, intentando salvar el patrimonio familiar y a mi madre de la desgracia. También estudiaba hasta altas horas de la noche buscando aprobar el examen de ingreso a la Universidad Lomonosov, en donde quería estudiar derecho. Pero ella parecía no entender nada.

A medida que la duda fue creciendo concluí que Katia y yo no éramos compatibles. Ella no entendía mis sueños, mis ilusiones de grandeza, mi necesidad de estudiar disciplinadamente los fines de semana, en las horas libres, cuando ella quería que nos ocupáramos de cosas mundanas. Ella no veía la importancia en algunas de mis conversaciones, cuando yo le hablaba de política, de las nuevas ideas, del mundo en transformación. Si le hablaba de mis impresiones sobre el color azul, le parecía ridículo y reía. Si le hablaba de mi desprecio por los últimos rezagos de la esclavitud en Rusia le parecía revolucionario, si le hablaba de la guerra inminente en Europa, decía que estaba loco.

Mientras tanto, qué fascinante era mi Aglaya! Con sus ojos atentos escuchaba mis historias, asintiendo a las cosas que decía, pero de repente se ponía como roja, y contradecía mis argumentos con tal virulencia que yo prefería callar antes de proseguir una conversación que parecía un callejón sin salida. Y a pesar de su vehemencia, algunas veces equivocada y otras no, yo disfrutaba mucho esas conversaciones furtivas, que me hacían pensar que después de todo sí existía en el mundo alguien que se parecía a mí.

Recuerdo aún como sentí una conexión inmensa con Aglaya la primera vez que fuimos a un baile. Ella bailaba el vals como una princesa francesa. Su elegancia no tenía par, su vestir era impecable, y su rostro era puro como el de una virgen. Mientras tanto, a Katia le gusta bailar Polka, agitadamente, como al resto del pueblo ruso. A mí me irritaba. Jamás me ha gustado esa música… pero ah! Si pudieras ver a Aglaya bailando! Flotaba como en una nube!

Así empecé a quererla cada vez más, y empecé a olvidar a Katia. Solo nos seguían uniendo ciertos secretos compartidos, el saber ciertas cosas el uno del otro que nadie más sabe ni sabrá jamás. Creo que eso fue lo que trabó una relación tan fuerte, indeleble, tan difícil de dejar atrás. La verdad es que no sé si alguna vez lograré romper esa conexión con ella. Siempre seremos amigos. Pero tengo claro que cualquier gesto que pueda parecer una declaración de amor por ella deber tener fin. Sí, debo ponerle punto final.  Se me ocurre escribirle una carta que diga: “Muy querida señorita mía, sabe usted bien que la he querido con locura, pero esto debe terminar. Mi corazón pertenece a otra.” Pero no; no tengo el valor para hacerlo. Mejor será guardar silencio y simplemente actuar en consecuencia. No quiero herirla. Sé que le dolerá. Será mejor esperar a que ella conozca un nuevo amor.

Y Aglaya? La amo, pero Aglaya no quiere volver a verme, mi querida amiga. Es el precio que debo pagar por mis errores. Ay, Karenina, qué desgraciado soy. Estoy sentado al borde de un abismo. Bajo mis pies solo veo un farallón inmenso, interminable, sin final. En la lejanía sólo veo una mancha negra, como fauces amenazantes esperando mi caída definitiva. Emana de ella un vaho pestilente que me marea y me hace perder el equilibrio. Finalmente caigo…  la muerte me espera.

…Al abrir los ojos vi a un hombre joven, con barba corta, negra, y ojos verdes, como rasgados. Tenía una bata blanca y un estetoscopio colgado al cuello. Me abría lo ojos iluminándolos con una lucecilla particular. No entendí muy bien lo que decía. Al otro lado de la equina sólo estaba la mucama de la casa. Su conversación fue de este estilo:

-Hace cuanto lo encontró en este estado?
-No lo sé con claridad, han pasado tres horas desde entonces. Fue como a las cuatro de la tarde. Se acababa de poner el sol. Lo encontré en las escaleras. Tenía la mirada perdida en el horizonte, le temblaba la mano derecha, supongo que por el frio, le caía saliva por un lado de la boca. Estaba como en otro mundo.
-Notó si había consumido alguna sustancia extraña? Algo que hubiera podido hacerlo comportar de esa forma?
-No sé. Los vecinos dicen que de su cuarto algunas veces salía un olor como el del opio. Pero nada me consta. Malditos chinos.
-Qué hizo cuando lo encontró?
-Intenté hablarle, le pasé la mano por los ojos, lo llamé por su nombre tres veces, pero no reaccionó. Estaba como petrificado.  Como si hubiera visto al diablo. Entonces le pedí a Minka que fuera a buscarlo.
-Hummm… Linda niña, por cierto.
-Doctor, usted no cree en esas cosas verdad?
-Qué?
-En encantamientos y brujerías.
No. Ni el diablo ni dios existen. Yo soy un hombre de ciencia.
-Y entonces? Cómo explica esto?
-Debió ser el opio. Un hombre consumido por el opio.
-No sería consumido por el amor? Supe que hace poco terminó un compromiso de matrimonio con su prometida.
-Pamplinas. El amor no les hace esto a los hombres. Como se llama este hombre?
-Su nombre es…

Cuando el doctor por fin salió y me quedé solo, abrí los ojos, me puse una camisa, pantalanes y un gabán. Tenía algo que hacer.

         …Son las tres de la mañana pasadas cuando te escribo estas líneas. La hora definitiva se acerca. Iré por mi propia voluntad a entregarme. Tengo en el bolsillo de mi camisa una carta que pediré que le envíen a Aglaya como mi última voluntad. Me ha tomado una hora y diez y seis minutos escribirla. También le hice un dibujo. En él aparece ella, de niña, en la esquina de un balcón, en cuclillas, agarrada a una barandilla de oro con arabescos de todo tipo, con la mirada encendida observando una obra teatral. Los ojos, el pelo y la sonrisa me quedaron igualitos. Los conozco de memoria. La carta en la parte que más me gusta dice: “Te abriré en esta carta mi corazón de par en par, como un poema escrito en un libro de tres cuartos, para que puedas desempolvarlo de un soplo y ver el brillo que hay en  él, para que entiendas que de verdad te amé…” Te gusta? Cuánto quisiera escuchar tu respuesta! Mi corazón sufre. Solo quisiera saber si ella me entenderá. Pero ya nada importa! Sé que hoy mismo me colgarán.  Dentro de poco todo habrá llegado a su fin. Karenina, si alguna vez vuelves a ver a Aglaya dile que la amé, que lloré por ella, que luché contra mi propia debilidad con la fuerza de un gigante, que mi alma subió con ella al cielo para después caer al séptimo círculo del infierno!  …Mi Karenina, han llegado por mí; ha llegado la hora. He asesinado a Marmeladov. Tenía que hacerlo. Adios!

La nueva edad media según Berdiaeff

LA NUEVA EDAD MEDIA DE BERDIAEFF
1 de abril de 2005

Debo admitir que no sé absolutamente nada ni del autor ni de su obra, excepto dos cosas: La primera, que es un ruso, en el sentido más sublime de la palabra; y la segunda, que es un místico; si es que las dos cosas no son lo mismo.

Berdiaeff es según mi parecer, la encarnación del espíritu ruso por antonomasia. Su alma es eternamente melancólica, nostálgica, tenue, gris, invernal, pero iluminada por una religiosidad imperecedera y eterna; una religiosidad y un misticismo que no es simplemente cristiano, sino que logra construir una idea del cristianismo mucho más sublime de lo que durante siglos fue para occidente. Su cristianismo, el cristianismo ruso, es mucho más sublime debido a dos circunstancias: la eterna piedad e ingenuidad del alma eslava, naturalmente inclinada al dolor, a la resignación y a la esclavitud; y la aureola de opacidad religiosa de la geografía de la madre patria Rusia. Berdiaeff es en cierto modo, un Akakiy Akàkievich, (el protagonista de El capote), cuya alma está sellada por la desgracia. El espíritu de los dos, es en el fondo, idéntico. Es el espíritu del pueblo ruso, predispuesto al sufrimiento, a la obediencia y a una particular percepción de un Dios, que a pesar de haberle abandonado, de todos modos ama, y no puede dejar de amar, porque en medio de su inacción, de su desdén, -así sea de espaldas-, ese Dios siempre está presente.

Es Berdaieff, en verdad, un auténtico místico. El no busca regresar el estado del mundo y de la modernidad a lo que existía antes de ella, sino que pretende superar dicho período histórico con un salto no solo ideológico, sino en esencia, espiritual, del hombre, que le permita descubrir una vez más, -aunque en una nueva forma-, su fuerza creadora, que solo puede encontrar una verdadera y trascendente inspiración en la creencia de una existencia eterna y de un dios incomprensible, absoluto y omnipotente. El hombre solo puede reencontrar su destino a través de un retorno a su “yo” espiritual. Para Berdiaeff la modernidad está acabada. Se ha agotado. Ha fracasado. El holocausto nazi es la prueba más clara de ello. El mito del progreso ha sido desenmascarado, y la tragedia del Gran Inquisidor y el nihilismo ha triunfado, siendo la guirnalda de su triunfo la crucifixión de la humanidad. Pero a diferencia de la crucifixión de Cristo, esta crucifixión no tiene nada de eterno, de sublime, de glorioso. Esta muerte es en verdad un ahorcamiento. Sin vía crucis y sin gloria. Solo con dolor. Pero con un dolor insensato e inútil. Con el dolor del ser que sabe que le van a colgar, y que tiene la perfecta conciencia de que NO HAY un mundo más allá. El dolor de los Siete Ahorcados. El dolor de un cuello fracturado y un alma putrefacta (o inexistente).

La modernidad es para el autor, en suma, la responsable del fracaso del hombre de hoy. No es posible en nuestros tiempos el nacimiento de un Miguel Angel o de un Leonardo. Si bien estos hombres fueron unos de los pilares del humanismo renacentista, su obra siempre estuvo inspirada por la religiosidad característica del medioevo, época que Berdiaeff considera como la cuna de la verdadera grandeza del hombre. Si bien éste autor no hace referencia expresa a Erasmo, me atrevo a decir que dicho pensador resume en su propia existencia el prototipo de hombre del renacimiento, que sin abandonar sus ideales humanistas, sigue alimentando su intelecto del manantial del cristianismo puro.

Pero el humanismo y el proyecto de la modernidad debían necesariamente perecer. Su ideal no podía ser menos que autodestructivo. El racionalismo, el positivismo, la fe ciega en el progreso de la ciencia y la tecnología, el avance del maquinismo, en fin, todos estos factores no lograron algo distinto a alejar al hombre de la fe en una existencia más elevada, hacerlo perder la fe en la existencia de su propia alma, y en la existencia de Dios, y al final de cuentas, perder la fe en sí mismo. El hombre sin Dios no es hombre. El hombre necesita tener fe en algo que justifique su propia existencia. Pero la fe creada por Nietzsche en la aparición del superhombre y la fe del marxismo en una forma de organización política y social superior, no son suficientes para darle sentido y trascendencia a la existencia humana.

Es importante aclarar en este punto, que en todo caso Nietzsche, a pesar de negar la modernidad[1], es a fin de cuentas, el último y tal vez el más acabado, feliz y tristemente celebre eslabón de la modernidad: Reniega de la modernidad, del cristianismo y también, paradójicamente, de una existencia trascendente y espiritual del hombre y le reduce a la condición de un animal sediento de dominación y poder. El cristianismo es perverso según dicho filósofo, porque hunde las raíces del hombre en la debilidad. Anula su virtud. La única virtud que debe prevalecer, es la virtud como se entendía ésta durante el renacimiento: la “virtù”, la virtud sin moral, o mejor, amoral.

Según el pensador alemán, el débil debe perecer: “El primer principio de nuestro amor a los hombres es que los débiles y los fracasados han de perecer, y que además se les ha de ayudar a que perezcan”.[2] No es de extrañar entonces que algunos autores señalen a Nietzsche como inspirador del fascismo, especialmente teniendo en cuenta la admiración que le profesaba Mussolini, y que se hizo conocida en una famosa entrevista que le realizara Emil Ludwig en 1932.

En todo caso, lo cierto es que según Berdiaeff, ni la fe en un tipo de hombre superior de Nietzche, ni la fe en un nuevo hombre proletario, propia del comunismo, son capaces de dar una respuesta al vacío espiritual del hombre de la modernidad, que cada vez se hunde más en el abismo de un mar social de relaciones humanas atomizadas, de seres incrédulos y perdidos en un universo, que a pesar del progreso de la ciencia, siguen sin comprender.

La oposición entre Nietzsche y Berdiaeff es clara. Mientras que para el primero las ideas de inmortalidad del alma, de juicio final, de más allá y de alma, han sido durante siglos instrumentos de dominación, para el segundo dichos conceptos no son herramientas de opresión, sino potenciadores de la capacidad creativa del hombre y bálsamos curativos de su espíritu.

La pregunta que uno se puede hacer entonces es: ¿quién tiene la razón?

¿Es preferible defender la tesis del autor ruso, anteponiendo a la luz de la verdad, el calor augusto de la santidad y la religión? ¿O es en cambio preferible defender el instinto y la verdad a cambio de la vacuidad espiritual del ser humano? Cada quien decide.

Creo que la mayoría de los rusos se quedaría del lado de Berdaíeff y la mayoría de los alemanes del lado de Nietzche. Rusia y Alemania, un staretz y un teutón: Una contradicción irreconciliable.

En cuanto a mí respecta, mi alma se inclina hacia la posición de Berdiaeff, pero mi ser político y racional me conduce a la posición de Nietzsche: he aquí otra antinomia insalvable.

[1] NIETZSCHE, Friedrich. El Anticristo. Edimat Libros. España. 1998. Pg.31.
[2] NIETZSCHE, Friedrich. El Anticristo. Edimat Libros. España. 1998. Pg.30.

Testamento de un viejo

TESTAMENTO DE UN VIEJO:
21 de febrero de 2006

Estoy viejo y cansado y – extrañamente- pienso en ella. Ha pasado medio siglo desde que la conocí, y solo ahora, en el momento final, cuando ya todo está perdido, cuando no queda más que un cielo infinito y eterno sobre la que pronto habrá de ser mi tumba, me doy cuenta que fui muy torpe al no haberle pedido que permaneciera por siempre junto a mi. Si pudiera devolver el tiempo, acariciaría tiernamente su rostro taciturno, levantaría con cuidado su mentón, me perdería durante horas en sus ojos profundos y tristes, y le diría tranquilamente que la amo.

Sí. Soy un hombre septagenario y aún no la olvido. Miro al firmamento y respiro con dificultad. Mi alma se ensombrece al pensar que su vida fue como la de una estrella perdida en lontananza: tan sola, sempiterna y perpetua, que parecía estar allí por equivocación.

Recuerdo sus ojos pequeños y abrasivos, su cintura diminuta, su sonrisa pueril, y entonces veo su espalda, perfecta como el marfil, y recuerdo su piel de bronce, hecha para ser besada hasta la muerte y la locura.

A veces no me acuerdo de su nombre, y sé que ella me odiaría por ese solo hecho. Pero es que la vida ha sido larga y dura. Y mi memoria falla. Entonces, en esos momentos, envuelto por el manto de la noche, salgo a caminar lenta y torpemente por la pradera, y cuando por fin llego a un sembradío de flores que hice plantar para no olvidarlo nunca –su nombre-, felizmente lo recuerdo.

Permanezco cabizbajo y triste. Pienso una vez más en esa mujer que iluminó mi vida como un rayo -paradójicamente fugaz- de luz inmortal, y entonces lloro.

Miro fijamente el campo sembrado de margaritas, y como esperando que dé alguna respuesta la que ya no es, le digo que la amo… y mis palabras son borradas por el viento.

Miro mis manos pesadas y gruesas, apoyadas sobre mi bastón de roble, y me asombra pensar que aquellas traidoras (las manos) alguna vez la hayan dejado ir.

Camilo Enciso

Las cuatro estaciones

LAS CUATRO ESTACIONES
29 de julio de 2005

INVIERNO. Es el 20 de diciembre del vigésimo cuarto año del Siglo de la Muerte. Un hombre traspasa con paso lento las puertas de la prisión de Landsberg, y respira tranquilamente el aire puro y glacial del invierno alemán. Sus ojos azules y profundos, como un océano de lava hirviente, contemplan los deshojados árboles de la ciudad. Un mostacho caricaturesco le da cierto carácter a su rostro.

La gabardina opaca que lleva puesta le llega hasta las rodillas y ondula suavemente al compás de la gélida, pero reconfortante brisa. Carga un sombrero en la mano. Una corbata oscura se oculta tras su abrigo.

En Munich le esperan. Y él, mientras tanto, respira y piensa.

VERANO. Una máquina de escribir martillea al interior de una celda como una metralleta. Cada explosión de ideas del “escritor” es transcrita con una rapidez extraordinaria por su diligente ayudante y mecanógrafo.

El autor de dicha obra, entretanto, camina regularmente por la habitación y solo se detiene de vez en cuando frente a alguna de las dos ventanas de la misma a contemplar a sus conciudadanos caminar bajo el aplastante sol de junio.

En uno de esos instantes, mientras redacta interiormente el torrente incontenible del siguiente párrafo de la obra, sin ningún motivo aparente, se imagina a sí mismo erguido como un orgulloso halcón ante una multitud febril, a la cual desprecia y domina, con el simple uso de la palabra, en tanto que ésta le idolatra como a un dios.

OTOÑO. Las hojas adustas y otoñales giran musicalmente en espirales ascendentes. Un dorado rayo de luz ilumina de forma tenue y mágica una esquina de la habitación. El hijo, ensimismado, observa impávido a su madre enferma, y entonces, sin que nadie le vea, llora. Enjuga con la manga izquierda de su abrigo negro las lágrimas que brotan de sus ojos. Respira profundamente. Intenta calmar el inminente estallido de llanto que presiente su garganta. El corto día por fin toca a su fin, y la noche, con su apacible manto universal, cobija a la población de Linz.

El hedor de la muerte inevitable ya contamina el aire estancado y corrupto del recinto. En cuatro semanas, Klara Polzl, habrá muerto.

PRIMAVERA. Primero. Las canas asomaban en la sien del hombre que en ese momento daba la orden de probar la eficacia del ácido prúsico del Dr. Stumpfegger sobre su perra alsaciana Blondi. Horas después, el 29 de abril del año 45, el Sargento Tornow envenenaba sin misericordia al animal, que minutos más tarde, yacía inerte sobre el suelo.

Segundo. La amante sin vida descansa al costado izquierdo del dictador. Su cuerpo despide un olor putrefacto a almendras amargas. El hombre de ojos de azulado fuego dirige una última mirada a su mujer, al tiempo que detona su revolver de 7.65 mms. sobre su sien derecha… Con él, el Tercer Reich ha muerto.

Camilo Enciso

La nariz

LA NARIZ
11 de septiembre de 2005

La prominente nariz del Sr. Ellington, colorada como un camarón, parecía estirarse y aspirar, como queriendo percibir un aroma distinto al que expelía su pobre dueño, muerto hacía poco, y que ahora yacía apaciblemente, en un gran cajón. Su objetivo sin embargo, se vio truncado por una mano regordeta y extraña, la de una mujer, que pretendía cerrar el ataúd. Solo restaba por cerrar la apertura por la cual se veía la cara del finado, con tal mala suerte, que al correr la tapa bruscamente, la misma rebotó contra la inmensa nariz con tal fuerza, que las bisagras que la sostenía se rompieron.

La nariz por su lado, adolorida, se estiraba y miraba confundida alrededor. En aquel instante llegaron unos hombres en auxilio de la dama, que consternada miraba a la gran nariz. Intentaron nuevamente cerrar el ataúd, aunque esta vez con mayor prudencia. Lo fueron cerrando lentamente, hasta que la tapa del mismo entró en contacto con la testaruda nariz. Se dieron cuenta entonces, que ésta era tan grande, que difícilmente podría cerrarse por las buenas el cajón. Vieron además, que el féretro era tan pequeño, que cambiar de dirección la cabeza del muerto sería imposible. Así que optaron por cerrar el sarcófago de roble por la fuerza. Empezó el Sr. Carlón, por empujar levemente la tapa del ataúd contra la pobre nariz, bien fuera para espicharla un pocotón, o bien para torcerla un “poquitín”.

Pero todo fue en vano, así que acudió el hermano del difunto, y entre los dos empujaron con violencia la tapa. Al ver que no servía, la Sra. Ellington, quien andaba por ahí, también colaboró con sus manos rechonchas a cumplir con la difícil labor. Los tres hacían una presión descomunal sobre la pobre nariz que se resistía valerosamente a ser enterrada viva. Primero se movía a la derecha, después a la izquierda, luego se sonaba, después sorbía, e iniciaba nuevamente su estrategia. Los asistentes al velorio admiraban el patético espectáculo con resignación. Algunos se ofrecían a ayudar, otros se quejaban, un niño lloraba neciamente, una señora colaboraba ya en quitar una corona de claveles que cubría la parte inferior del ataúd para facilitar la labor de los guerreros.

Para ese momento nuestra nariz ya lloraba desesperada y elevaba una plegaria a Dios, para que acudiera en su ayuda. Pero nada, Dios nunca se acuerda de las narices; continuaba la misma presión, el mismo desprecio, la misma intención asesina y despiadada de la regordeta, del despeinado Carlón, y del fratricida de narices con mal aliento, David. Nuestra nariz, morada como una uva, exhausta pero ardiendo de deseos de vivir continuaba la batalla. Los tres homicidas, por su parte, también proseguían su labor. Ahora Carlón se ayudaba de su pie, que había encaramado al ataúd para aumentar la presión, y si era necesario partir la nariz en dos. Y en efecto, así ocurrió, la nariz astillada, comenzó a sangrar, y el noble escarlata de su cuerpo, dio un último y tibio bañó al Sr. Ellington.

Pero ¡Ay de la nariz ! No sirvió de nada su lesión, la nueva posición de los huesos fracturados no hizo más que reforzar su perpetua obstinación.

Desesperados ya sus contrincantes, recurrieron sin piedad a la más desmedida brutalidad. Tomaron un serrucho que algún amigo había traído, y empezaron a serruchar la nariz desde su base, para arrancarla de una buena vez. La nariz convulsionaba, gemía y asustada se movía espasmódicamente. Su dolor era infinito y sabía que el fin estaba cerca. Olía su propia sangre, y ya el olor del muerto no importaba, ya nada importaba. ¡Así le pagaban a la nariz de quien tanto se suponía que habían amado!

Pero Dios es justo, y por fin cedió la última membrana, y arrancada la nariz fue abandonada en una esquina del salón. Desde allí, agonizante, observó cómo por fin, victoriosos, sus victimarios cerraban el ataúd, que en el último instante de lucha había caído aparatosamente al suelo. También vio cómo lo alzaban en hombros y lo sacaban del lugar. A medida que se iban alejando, la nariz transpiró una última lágrima y finalmente expiró.

Muerte de un hombre

MUERTE DE UN HOMBRE
7 de diciembre de 2005

“Las horas pasan tanto más de prisa cuanto más agradables son, y tanto más despacio cuanto más doloroso es su transcurso. Esto es así porque lo positivo es el dolor y no el placer. De igual modo que somos conscientes del tiempo cuando nos aburrimos, y no cuando nos divertimos. Ambas cosas demuestran que nuestra existencia es más feliz cuanto menos la sentimos, de lo que se sigue que mejor sería no existir.”

Schopenhauer, El mundo, II. P.736.



Primer día. Sábado 27 de agosto de 2005.


Pocas aperturas del ajedrez le parecían tan apasionantes como el Gambito Evans[1]. Esta apertura, en las manos de Paul Morphy había sido un arma letal. Y ahora, él, varios siglos después de que ese insuperable maestro de la combinación táctica y estratégica había muerto, intentaba comprender cada jugada del inmortal de Nueva Orleáns. Buscaba desentramar el secreto de un hombre que había hecho de una partida de ajedrez una verdadera obra de arte.

No se sentaba ante un ajedrez desde hacía varios meses, tal vez años. Pero en ese momento, llevado por la desesperación, buscaba en el estudio de ese juego milenario un refugio que apartase su mente de los laberintos tortuosos del amor… qué desgracia tan grande para ese pobre hombre ser un “romántico” en el sentido más profundo de la palabra. Ni siquiera en el ajedrez se alejaban sus gustos de los valores que reivindicaban en todo momento lo bello, lo estético y lo sublime. Por eso estudiaba a Morphy. Y es que ese gran maestro fue el último miembro de la escuela romántica del ajedrez. Su teoría del desarrollo y su inigualable genio combinatorio, le permitió esculpir bellísimas y épicas batallas sobre un tablero de ajedrez.

Nuestro héroe miraba fijamente el ajedrez, -uno inmenso y precioso que le había regalado alguna novia durante su adolescencia-; admiraba la impecable forma del caballo de roble. Se lo imaginaba hecho de carne, pelambre y hueso, cabalgado por un gigantesco húsar romano, portador de una temible espada ensangrentada. Lo veía levantarse sobre sus patas traseras, antes de aprestarse con su amo al degollamiento de un adversario más. Se imaginaba que el rey negro era un rey persa, Darío podía ser, esperando detrás de los montes Zagros el momento del combate final. Se le ponía que los peones eran súbditos ignorantes, pero leales con su patria y con su deber, prestos a llegar al final del mundo con tal de obtener la presea dorada que les garantizara la victoria definitiva; peones que, en todo caso, por mucho que se esforzaran nunca irían lo suficientemente rápido… Pensaba entonces en los versos del Dante: “Llega la noche: baja el sol ardiente; no os detengáis; apresurad el paso, mientras no se ennegrezca el occidente.”

Y pensaba una vez más en Darío, en Artajerjes, recordaba luego a Marco Aurelio, a César, a Nerón, pensaba en otros semirreyes de turno que son los generales, los cónsules, los dictadores; pensaba en Aníbal, en Demóstenes, en Tamerlán; pensaba en la tragedia de esos hombres, eternamente solos, eternamente incomprendidos, irremediablemente destinados a cargar a sus espaldas al mundo entero, sin tener una recompensa distinta a la recordación eterna de sus nombres.


Segundo día. Domingo 28 de Agosto de 2005.


Como casi todos los domingos, aquél era opaco, espurio, terrible, como un paisaje de Rembrandt.

Pero el tono y el color del día no eran comparables en lo más mínimo con el sentimiento de desolación de nuestro héroe que, meditabundo, observaba la lluvia caer y a una paloma diminuta y gris esconderse debajo de una teja, bermellón y medio suelta, de la casa de enfrente. Aguzaba el oído y advertía, sin verlo, que algún zancudo daba vueltas por su cuarto, esperando el momento oportuno para picarlo. Pero a él eso lo tenía sin cuidado: Ya alguien le había succionado el alma; ya alguien se había apropiado de ella; la había torturado y triturado… con su cuerpo podía hacerse lo que fuese y no importaba. Después de todo, su alma ya estaba muerta. ¿Y qué importaba morir eternamente, qué importaba lo demás si al fin y al cabo, el Infierno no existía, como bien lo decía Hobbes? Si después de la vida lo único que había era un muerte eterna, si no había Infierno, ¿qué importaba ser bueno o malo; en fin, qué importaba ser, qué importaba comprender el abstruso significado de la existencia del hombre?

Los días de vesania ya habían pasado. Ahora eran tiempos de una pasmosa melancolía, de una nostalgia inexplicable por lo que pudo ser y nunca fue. Eran tiempos de dolor.


Tercer día. Lunes 29 de Agosto de 2005.


Tuvo la mala suerte de encontrarse en las primeras horas de la mañana con un ser de una garrulería infinita, un cierto tipo de charlatán estúpido, de estrechas miras, torpe e ignorante; a uno de esos tipos incapaces de comprender que sus palabras y pensamientos hieden, que son el reflejo de su propia nulidad mental, de su ignorancia, de su estulticia. El tema de conversación, por supuesto, giró alrededor de una serie de lugares comunes, de opiniones y frases de cajón, de unas reflexiones miopes y tontas; y estuvo acompasada por una serie de carcajadas altisonantes y estridentes, de palmaditas en la espalda, de “alas”, “mi chino”, “qué barbaridad”, de abrazos y saludos, y veinte despedidas, y más palmadas en la espalda, características de todo tinterillo. Toda la conversación no hizo más que propiciar unas náuseas compulsivas en nuestro héroe, que sintiéndose al borde de un abismo, de la asfixia intelectual, pensó en la decisión tan acertada que había tomado algún día Nietzsche en volverse loco, o en el acierto que había tenido el gran Vincent Van Gogh en cortarse un día una oreja, y otro día, matarse pegándose un tiro en el pecho.

Sintió después aún más nauseas ante su propia ignorancia, ante la consciencia de su propia mediocridad, ante el sino catastrófico de haber nacido en un país en que la mediocridad es ley, y en que las alabanzas a lo superficial y frívolo son la norma. Sintió
la necesidad de vomitar al pensar en la Constitución de la Pequeñez y la Vulgaridad
que rige la cultura de su país; y al pensar en el Preámbulo de la misma, hecha de vallenato y estiércol, de corrupción y cumbiamba, de merengue y orín, en medio de la calle, regurgitó.

Reflexionando después sobre lo monstruosa que resulta la consciencia de la total incapacidad, falta de juicio y completa bestialidad del género humano, se consoló bajo la recordación del viejo lamento latino:

“Humani generis mater nutrixque profecto stultitia est”[2].


Cuarto día. Martes 30 de agosto de 2005.

El reloj marcaba las tres de la mañana, y nuestro héroe, enajenado, con insomnio, miraba el techo de su cuarto, adornado con una copia de un cuadro de Ernst Ludwig Kirchner, que él mismo había hecho.

Solo una palabra se cruzaba por su mente.


Quinto día. Miércoles 31 de agosto de 2005.

Ensimismado cantaba: “Oh, babe, don´t leave me now. Don’t say it’s the end of the road. Remember the flowers I sent. (…) don’t leave me now. How can you go when you know how I need you? (…) don’t leave me now! How can you treat me this way…running away? Oh, babe, why are you running away?!”[3]


Sexto día. Jueves 1 de septiembre de 2005.

Ese día no fue a trabajar. Mientras se bañaba perdió el control de sí y se desplomó. Lloró durante horas enteras, pensó que su caso estaba perdido, que no podría recuperarla nunca, que la existencia humana no tiene sentido sin amor… que amor solo se siente una vez en la vida, que ella lo abandonó cuando la necesitaba, que la felicidad es esquiva y no vuelve, que la vida es injusta y el hombre sufre; que la política es una mierda y los seres humanos por naturaleza son perversos; que el día era negro como el hollín, que salir era inútil, que su trabajo le asfixiaba; que la vida le había traicionado, que le había jugado una mala pasada; que más le valía morirse antes que continuar con esa existencia fútil; que ella no pensaba en él, que no le importaban sus sentimientos, que estaría feliz en otro lado, que en poco tiempo haría el amor con otro, y él, entretanto, muriendo lentamente, como una amapola roja, cortada de raíz y expuesta al cielo bajo el sol de junio, sufría. Pensó en el rostro de la mujer amada, en sus ojos chinos, en el color de su piel, en el talle de su cintura, en la compostura de su espalda, en la altivez de su mirada, en sus miradas fulminantes y crueles, en su actitud de desprecio, en su carácter insensible y egoísta… pensó en aquella mujer terrible, vestida de muerte, amada y despreciada al mismo tiempo, en ese prototipo de semidiosa, hecha para humillar a quienes osan acercarse, a quienes se atreven a deleitarse en las mieles de su amor… a quienes se atreven a amarla, en cuerpo y alma.

Pensó en lo estúpido que resultaba sufrir por una mujer; en que al final de cuentas el hombre nace solo y muere solo; en que la vida es una culpa, una expiación; en que el sufrimiento es inevitable y que lo mejor es asumirlo con estoicismo; en que el amor es fugaz, inasible, que es mejor conformarse con lo que fue y no esperar nada más; que la risa de la mujer amada es una canción que solo volveremos a escuchar en nuestros sueños; pensó en ella todo el día… y murió en vida, una vez más.

Las facciones de su rostro, desencajadas, daban muestra del dolor más terrible, del sufrimiento más atroz, de la descomposición de su alma, de la putrefacción de sus anhelos y de sus deseos más nobles y puros.

Séptimo día. Viernes 2 de septiembre de 2005.

Ese día había planeado celebrar su cumpleaños, que en verdad era el domingo siguiente. Ese día debía ser el de la reconciliación, el día en que las cosas se arreglaran, tenía que ser el día de la resurrección. Pero ella nunca llegó. Nunca llamó.

Octavo día. Sábado 3 de septiembre de 2005.

El sábado por la noche nuestro héroe se avergonzó de la zahúrda en que había convertido su vivienda durante la última semana, así que se bañó, se afeitó, se cortó el pelo él mismo, como lo hacía siempre, se puso su mejor vestido, su corbata favorita, una Carnaval de Venecia, tendió su cama y puso en su lugar sus cosas, se sirvió un whiskey en las rocas, y con aire de solemnidad se sentó en frente de su computador, encendió un cigarro, y escribió lo siguiente:

Familia, amigos, tú. Los hombres somos instrumentos de designios inescrutables y misteriosos. Somos astillas de un naufragio; astillas arrastradas por esa fuerza incontenible que es el océano inexplorable y oscuro del destino. Así, mi vida ha sido arrastrada por el mar del infortunio y el desamor, del desasosiego y la decepción. Así, esta existencia triste y taciturna se ha visto zaherida por la tragedia de lo que significa amar sin ser amado. Mañana es mi cumpleaños, y el regalo que más deseo es mi propia liberación. Sin mi estrella, sin mi sol, nada vale la pena. Sin ella estoy condenado a vivir en las tinieblas. Adiós. Los amo a todos.

Noveno día. Domingo 4 de septiembre de 2005.

Pocas horas después continuaba en el estudio de su casa. Releyó las palabras que había escrito, y después de mucho meditarlo borró del tercer renglón la expresión “del desasosiego y la decepción”, tras de lo cual quedó satisfecho.

Encendió un cigarro más. Pensó en que a la mujer que amaba no le gustaban de esos. Que siempre que le ofrecía uno fruncía el ceño, y lo miraba con cara de extrañeza y de fastidio, como diciéndole que debía ser un poco torpe para seguir convidándole de esos, cuando sabía de sobra que los detestaba.

Después se levantó, se volteó y paseó una mirada por su biblioteca. Oteó uno a uno sus libros preferidos. Buscó sin encontrar un poema de Pushkin que quería leer una vez más; abrió un libro de Dostoievsky en una página que tenía marcada, en la cual se encontraba resaltada con marcador amarillo fluorescente la siguiente frase: “Reciba esto en honor de haberla visto a usted ayer por la noche”; tomó en sus manos la biografía de Gaitán escrita por Zalamea, y se limitó a contemplar la foto del caudillo; acarició el lomo del Origen de la desigualdad; inhaló una bocanada de humo y siguió mirando libros. Abrió por solo un segundo Mi lucha, leyó alguna frase disparatada, se quedó pasmado ante su estupidez, y dejó la obra a un lado; sacó de su lugar un libro de Nietzche, y se acordó del enfrentamiento que le había costado con el párroco de la Universidad; observó con nostalgia los libros de Lenin que había recibido como herencia de su padre, y pensó entonces en su pobre viejo, -exiliado y solo en un lugar remoto-, que no podría venir a enterrar a su propio hijo; y entonces se compadeció de él, y pensó que al final de cuentas todos los seres humanos somos dignos de compasión, que somos frágiles como una brizna de hierva, que ni el peor de los hombres es responsable de sí mismo, de su propia condición, de su propia bajeza.

Alejó de su cabeza el pensamiento de su madre, pues le atormentaba pensar qué sería de ella en el futuro, porque le dolía saber que sin él enloquecería y moriría o se mataría pronto, así que se consoló pensando que un hombre no puede vivir contra su voluntad para hacer felices a los demás, y que solo uno puede decidir qué hacer con su propia vida.

Pensó un momento en su primo. El único ser que lo había comprendido en el mundo, el único que le hacía sentir que no estaba solo en el universo y que alguien lo entendía. Y se afligió de pensar que en los últimos tiempos se habían distanciado tanto, que sus vidas cada vez eran más distintas, y que sus mundos en contadas ocasiones se unían. Pensó en que sería de los pocos que llorarían de verdad por él.

Se sumergió entonces en el recuerdo de ella, en el recuerdo de su cuerpo trémulo, en la firmeza de su culo, de sus senos, en la estrechez de su cuerpo hirviente. Recordó lo que sentía al estar encima de ella, que abriendo y levantando las piernas se entregaba con dolor, como si cada vez que lo hiciese estuviese perdiendo una vez más su virginidad. Recordó el modo en que lo había mirado la última vez que habían estado juntos; pensó en la pasión con que lo había besado mientras hacían el amor, y se lamentó de que ese día no se hubiese acabado el mundo, porque si eso hubiese ocurrido hubiese muerto feliz.

En ese momento se sentó una vez más enfrente de su computador, dándole la espalda a su biblioteca, brindó consigo mismo por su cumpleaños número veinticinco, puso una canción que le gustaba, y que decía: “Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso, que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo”; tomó el revolver cargado que había comprado el día anterior, lo llevó a su boca con firmeza, y sin dubitar, pero con una lágrima rodando por el rostro, haló el gatillo. Sonó una detonación, y una mancha de sangre bañó los libros que yacían en los mustios y atiborrados anaqueles que había detrás de él.


FIN
[1] 1.e4, e5; 2. Cf3, Cf6; 3. Ac4, Ac5; 4. b4!
[2] Verdaderamente, la estulticia es la madre y el ama de cría del género humano.
[3] Pink Floyd. The Wall. Young Lust.