Thursday, November 25, 2010

Muerte de un hombre

MUERTE DE UN HOMBRE
7 de diciembre de 2005

“Las horas pasan tanto más de prisa cuanto más agradables son, y tanto más despacio cuanto más doloroso es su transcurso. Esto es así porque lo positivo es el dolor y no el placer. De igual modo que somos conscientes del tiempo cuando nos aburrimos, y no cuando nos divertimos. Ambas cosas demuestran que nuestra existencia es más feliz cuanto menos la sentimos, de lo que se sigue que mejor sería no existir.”

Schopenhauer, El mundo, II. P.736.



Primer día. Sábado 27 de agosto de 2005.


Pocas aperturas del ajedrez le parecían tan apasionantes como el Gambito Evans[1]. Esta apertura, en las manos de Paul Morphy había sido un arma letal. Y ahora, él, varios siglos después de que ese insuperable maestro de la combinación táctica y estratégica había muerto, intentaba comprender cada jugada del inmortal de Nueva Orleáns. Buscaba desentramar el secreto de un hombre que había hecho de una partida de ajedrez una verdadera obra de arte.

No se sentaba ante un ajedrez desde hacía varios meses, tal vez años. Pero en ese momento, llevado por la desesperación, buscaba en el estudio de ese juego milenario un refugio que apartase su mente de los laberintos tortuosos del amor… qué desgracia tan grande para ese pobre hombre ser un “romántico” en el sentido más profundo de la palabra. Ni siquiera en el ajedrez se alejaban sus gustos de los valores que reivindicaban en todo momento lo bello, lo estético y lo sublime. Por eso estudiaba a Morphy. Y es que ese gran maestro fue el último miembro de la escuela romántica del ajedrez. Su teoría del desarrollo y su inigualable genio combinatorio, le permitió esculpir bellísimas y épicas batallas sobre un tablero de ajedrez.

Nuestro héroe miraba fijamente el ajedrez, -uno inmenso y precioso que le había regalado alguna novia durante su adolescencia-; admiraba la impecable forma del caballo de roble. Se lo imaginaba hecho de carne, pelambre y hueso, cabalgado por un gigantesco húsar romano, portador de una temible espada ensangrentada. Lo veía levantarse sobre sus patas traseras, antes de aprestarse con su amo al degollamiento de un adversario más. Se imaginaba que el rey negro era un rey persa, Darío podía ser, esperando detrás de los montes Zagros el momento del combate final. Se le ponía que los peones eran súbditos ignorantes, pero leales con su patria y con su deber, prestos a llegar al final del mundo con tal de obtener la presea dorada que les garantizara la victoria definitiva; peones que, en todo caso, por mucho que se esforzaran nunca irían lo suficientemente rápido… Pensaba entonces en los versos del Dante: “Llega la noche: baja el sol ardiente; no os detengáis; apresurad el paso, mientras no se ennegrezca el occidente.”

Y pensaba una vez más en Darío, en Artajerjes, recordaba luego a Marco Aurelio, a César, a Nerón, pensaba en otros semirreyes de turno que son los generales, los cónsules, los dictadores; pensaba en Aníbal, en Demóstenes, en Tamerlán; pensaba en la tragedia de esos hombres, eternamente solos, eternamente incomprendidos, irremediablemente destinados a cargar a sus espaldas al mundo entero, sin tener una recompensa distinta a la recordación eterna de sus nombres.


Segundo día. Domingo 28 de Agosto de 2005.


Como casi todos los domingos, aquél era opaco, espurio, terrible, como un paisaje de Rembrandt.

Pero el tono y el color del día no eran comparables en lo más mínimo con el sentimiento de desolación de nuestro héroe que, meditabundo, observaba la lluvia caer y a una paloma diminuta y gris esconderse debajo de una teja, bermellón y medio suelta, de la casa de enfrente. Aguzaba el oído y advertía, sin verlo, que algún zancudo daba vueltas por su cuarto, esperando el momento oportuno para picarlo. Pero a él eso lo tenía sin cuidado: Ya alguien le había succionado el alma; ya alguien se había apropiado de ella; la había torturado y triturado… con su cuerpo podía hacerse lo que fuese y no importaba. Después de todo, su alma ya estaba muerta. ¿Y qué importaba morir eternamente, qué importaba lo demás si al fin y al cabo, el Infierno no existía, como bien lo decía Hobbes? Si después de la vida lo único que había era un muerte eterna, si no había Infierno, ¿qué importaba ser bueno o malo; en fin, qué importaba ser, qué importaba comprender el abstruso significado de la existencia del hombre?

Los días de vesania ya habían pasado. Ahora eran tiempos de una pasmosa melancolía, de una nostalgia inexplicable por lo que pudo ser y nunca fue. Eran tiempos de dolor.


Tercer día. Lunes 29 de Agosto de 2005.


Tuvo la mala suerte de encontrarse en las primeras horas de la mañana con un ser de una garrulería infinita, un cierto tipo de charlatán estúpido, de estrechas miras, torpe e ignorante; a uno de esos tipos incapaces de comprender que sus palabras y pensamientos hieden, que son el reflejo de su propia nulidad mental, de su ignorancia, de su estulticia. El tema de conversación, por supuesto, giró alrededor de una serie de lugares comunes, de opiniones y frases de cajón, de unas reflexiones miopes y tontas; y estuvo acompasada por una serie de carcajadas altisonantes y estridentes, de palmaditas en la espalda, de “alas”, “mi chino”, “qué barbaridad”, de abrazos y saludos, y veinte despedidas, y más palmadas en la espalda, características de todo tinterillo. Toda la conversación no hizo más que propiciar unas náuseas compulsivas en nuestro héroe, que sintiéndose al borde de un abismo, de la asfixia intelectual, pensó en la decisión tan acertada que había tomado algún día Nietzsche en volverse loco, o en el acierto que había tenido el gran Vincent Van Gogh en cortarse un día una oreja, y otro día, matarse pegándose un tiro en el pecho.

Sintió después aún más nauseas ante su propia ignorancia, ante la consciencia de su propia mediocridad, ante el sino catastrófico de haber nacido en un país en que la mediocridad es ley, y en que las alabanzas a lo superficial y frívolo son la norma. Sintió
la necesidad de vomitar al pensar en la Constitución de la Pequeñez y la Vulgaridad
que rige la cultura de su país; y al pensar en el Preámbulo de la misma, hecha de vallenato y estiércol, de corrupción y cumbiamba, de merengue y orín, en medio de la calle, regurgitó.

Reflexionando después sobre lo monstruosa que resulta la consciencia de la total incapacidad, falta de juicio y completa bestialidad del género humano, se consoló bajo la recordación del viejo lamento latino:

“Humani generis mater nutrixque profecto stultitia est”[2].


Cuarto día. Martes 30 de agosto de 2005.

El reloj marcaba las tres de la mañana, y nuestro héroe, enajenado, con insomnio, miraba el techo de su cuarto, adornado con una copia de un cuadro de Ernst Ludwig Kirchner, que él mismo había hecho.

Solo una palabra se cruzaba por su mente.


Quinto día. Miércoles 31 de agosto de 2005.

Ensimismado cantaba: “Oh, babe, don´t leave me now. Don’t say it’s the end of the road. Remember the flowers I sent. (…) don’t leave me now. How can you go when you know how I need you? (…) don’t leave me now! How can you treat me this way…running away? Oh, babe, why are you running away?!”[3]


Sexto día. Jueves 1 de septiembre de 2005.

Ese día no fue a trabajar. Mientras se bañaba perdió el control de sí y se desplomó. Lloró durante horas enteras, pensó que su caso estaba perdido, que no podría recuperarla nunca, que la existencia humana no tiene sentido sin amor… que amor solo se siente una vez en la vida, que ella lo abandonó cuando la necesitaba, que la felicidad es esquiva y no vuelve, que la vida es injusta y el hombre sufre; que la política es una mierda y los seres humanos por naturaleza son perversos; que el día era negro como el hollín, que salir era inútil, que su trabajo le asfixiaba; que la vida le había traicionado, que le había jugado una mala pasada; que más le valía morirse antes que continuar con esa existencia fútil; que ella no pensaba en él, que no le importaban sus sentimientos, que estaría feliz en otro lado, que en poco tiempo haría el amor con otro, y él, entretanto, muriendo lentamente, como una amapola roja, cortada de raíz y expuesta al cielo bajo el sol de junio, sufría. Pensó en el rostro de la mujer amada, en sus ojos chinos, en el color de su piel, en el talle de su cintura, en la compostura de su espalda, en la altivez de su mirada, en sus miradas fulminantes y crueles, en su actitud de desprecio, en su carácter insensible y egoísta… pensó en aquella mujer terrible, vestida de muerte, amada y despreciada al mismo tiempo, en ese prototipo de semidiosa, hecha para humillar a quienes osan acercarse, a quienes se atreven a deleitarse en las mieles de su amor… a quienes se atreven a amarla, en cuerpo y alma.

Pensó en lo estúpido que resultaba sufrir por una mujer; en que al final de cuentas el hombre nace solo y muere solo; en que la vida es una culpa, una expiación; en que el sufrimiento es inevitable y que lo mejor es asumirlo con estoicismo; en que el amor es fugaz, inasible, que es mejor conformarse con lo que fue y no esperar nada más; que la risa de la mujer amada es una canción que solo volveremos a escuchar en nuestros sueños; pensó en ella todo el día… y murió en vida, una vez más.

Las facciones de su rostro, desencajadas, daban muestra del dolor más terrible, del sufrimiento más atroz, de la descomposición de su alma, de la putrefacción de sus anhelos y de sus deseos más nobles y puros.

Séptimo día. Viernes 2 de septiembre de 2005.

Ese día había planeado celebrar su cumpleaños, que en verdad era el domingo siguiente. Ese día debía ser el de la reconciliación, el día en que las cosas se arreglaran, tenía que ser el día de la resurrección. Pero ella nunca llegó. Nunca llamó.

Octavo día. Sábado 3 de septiembre de 2005.

El sábado por la noche nuestro héroe se avergonzó de la zahúrda en que había convertido su vivienda durante la última semana, así que se bañó, se afeitó, se cortó el pelo él mismo, como lo hacía siempre, se puso su mejor vestido, su corbata favorita, una Carnaval de Venecia, tendió su cama y puso en su lugar sus cosas, se sirvió un whiskey en las rocas, y con aire de solemnidad se sentó en frente de su computador, encendió un cigarro, y escribió lo siguiente:

Familia, amigos, tú. Los hombres somos instrumentos de designios inescrutables y misteriosos. Somos astillas de un naufragio; astillas arrastradas por esa fuerza incontenible que es el océano inexplorable y oscuro del destino. Así, mi vida ha sido arrastrada por el mar del infortunio y el desamor, del desasosiego y la decepción. Así, esta existencia triste y taciturna se ha visto zaherida por la tragedia de lo que significa amar sin ser amado. Mañana es mi cumpleaños, y el regalo que más deseo es mi propia liberación. Sin mi estrella, sin mi sol, nada vale la pena. Sin ella estoy condenado a vivir en las tinieblas. Adiós. Los amo a todos.

Noveno día. Domingo 4 de septiembre de 2005.

Pocas horas después continuaba en el estudio de su casa. Releyó las palabras que había escrito, y después de mucho meditarlo borró del tercer renglón la expresión “del desasosiego y la decepción”, tras de lo cual quedó satisfecho.

Encendió un cigarro más. Pensó en que a la mujer que amaba no le gustaban de esos. Que siempre que le ofrecía uno fruncía el ceño, y lo miraba con cara de extrañeza y de fastidio, como diciéndole que debía ser un poco torpe para seguir convidándole de esos, cuando sabía de sobra que los detestaba.

Después se levantó, se volteó y paseó una mirada por su biblioteca. Oteó uno a uno sus libros preferidos. Buscó sin encontrar un poema de Pushkin que quería leer una vez más; abrió un libro de Dostoievsky en una página que tenía marcada, en la cual se encontraba resaltada con marcador amarillo fluorescente la siguiente frase: “Reciba esto en honor de haberla visto a usted ayer por la noche”; tomó en sus manos la biografía de Gaitán escrita por Zalamea, y se limitó a contemplar la foto del caudillo; acarició el lomo del Origen de la desigualdad; inhaló una bocanada de humo y siguió mirando libros. Abrió por solo un segundo Mi lucha, leyó alguna frase disparatada, se quedó pasmado ante su estupidez, y dejó la obra a un lado; sacó de su lugar un libro de Nietzche, y se acordó del enfrentamiento que le había costado con el párroco de la Universidad; observó con nostalgia los libros de Lenin que había recibido como herencia de su padre, y pensó entonces en su pobre viejo, -exiliado y solo en un lugar remoto-, que no podría venir a enterrar a su propio hijo; y entonces se compadeció de él, y pensó que al final de cuentas todos los seres humanos somos dignos de compasión, que somos frágiles como una brizna de hierva, que ni el peor de los hombres es responsable de sí mismo, de su propia condición, de su propia bajeza.

Alejó de su cabeza el pensamiento de su madre, pues le atormentaba pensar qué sería de ella en el futuro, porque le dolía saber que sin él enloquecería y moriría o se mataría pronto, así que se consoló pensando que un hombre no puede vivir contra su voluntad para hacer felices a los demás, y que solo uno puede decidir qué hacer con su propia vida.

Pensó un momento en su primo. El único ser que lo había comprendido en el mundo, el único que le hacía sentir que no estaba solo en el universo y que alguien lo entendía. Y se afligió de pensar que en los últimos tiempos se habían distanciado tanto, que sus vidas cada vez eran más distintas, y que sus mundos en contadas ocasiones se unían. Pensó en que sería de los pocos que llorarían de verdad por él.

Se sumergió entonces en el recuerdo de ella, en el recuerdo de su cuerpo trémulo, en la firmeza de su culo, de sus senos, en la estrechez de su cuerpo hirviente. Recordó lo que sentía al estar encima de ella, que abriendo y levantando las piernas se entregaba con dolor, como si cada vez que lo hiciese estuviese perdiendo una vez más su virginidad. Recordó el modo en que lo había mirado la última vez que habían estado juntos; pensó en la pasión con que lo había besado mientras hacían el amor, y se lamentó de que ese día no se hubiese acabado el mundo, porque si eso hubiese ocurrido hubiese muerto feliz.

En ese momento se sentó una vez más enfrente de su computador, dándole la espalda a su biblioteca, brindó consigo mismo por su cumpleaños número veinticinco, puso una canción que le gustaba, y que decía: “Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso, que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo”; tomó el revolver cargado que había comprado el día anterior, lo llevó a su boca con firmeza, y sin dubitar, pero con una lágrima rodando por el rostro, haló el gatillo. Sonó una detonación, y una mancha de sangre bañó los libros que yacían en los mustios y atiborrados anaqueles que había detrás de él.


FIN
[1] 1.e4, e5; 2. Cf3, Cf6; 3. Ac4, Ac5; 4. b4!
[2] Verdaderamente, la estulticia es la madre y el ama de cría del género humano.
[3] Pink Floyd. The Wall. Young Lust.

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