Thursday, November 25, 2010

Testamento de un viejo

TESTAMENTO DE UN VIEJO:
21 de febrero de 2006

Estoy viejo y cansado y – extrañamente- pienso en ella. Ha pasado medio siglo desde que la conocí, y solo ahora, en el momento final, cuando ya todo está perdido, cuando no queda más que un cielo infinito y eterno sobre la que pronto habrá de ser mi tumba, me doy cuenta que fui muy torpe al no haberle pedido que permaneciera por siempre junto a mi. Si pudiera devolver el tiempo, acariciaría tiernamente su rostro taciturno, levantaría con cuidado su mentón, me perdería durante horas en sus ojos profundos y tristes, y le diría tranquilamente que la amo.

Sí. Soy un hombre septagenario y aún no la olvido. Miro al firmamento y respiro con dificultad. Mi alma se ensombrece al pensar que su vida fue como la de una estrella perdida en lontananza: tan sola, sempiterna y perpetua, que parecía estar allí por equivocación.

Recuerdo sus ojos pequeños y abrasivos, su cintura diminuta, su sonrisa pueril, y entonces veo su espalda, perfecta como el marfil, y recuerdo su piel de bronce, hecha para ser besada hasta la muerte y la locura.

A veces no me acuerdo de su nombre, y sé que ella me odiaría por ese solo hecho. Pero es que la vida ha sido larga y dura. Y mi memoria falla. Entonces, en esos momentos, envuelto por el manto de la noche, salgo a caminar lenta y torpemente por la pradera, y cuando por fin llego a un sembradío de flores que hice plantar para no olvidarlo nunca –su nombre-, felizmente lo recuerdo.

Permanezco cabizbajo y triste. Pienso una vez más en esa mujer que iluminó mi vida como un rayo -paradójicamente fugaz- de luz inmortal, y entonces lloro.

Miro fijamente el campo sembrado de margaritas, y como esperando que dé alguna respuesta la que ya no es, le digo que la amo… y mis palabras son borradas por el viento.

Miro mis manos pesadas y gruesas, apoyadas sobre mi bastón de roble, y me asombra pensar que aquellas traidoras (las manos) alguna vez la hayan dejado ir.

Camilo Enciso

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