Thursday, November 25, 2010

Carta a Karenina

Odessa,    20 de noviembre de 1894

Querida Karenina,

Ignoro si esta carta te llegará algún día. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos. No sé en dónde vives, ni qué haces. El nombre de Wronsky jamás se volvió a pronunciar por estas tierras y nadie volvió a saber de ti. Me pregunto qué te pasaría. Imagino que debes estar en algún lugar al otro lado del mar, en alguna montaña o valle lejano, mirando la luna llena rodeada de nubes verdes y tomando el té de siempre. Quisiera enviarte esta carta en una botella grande, de vidrio, con un corcho en la punta, como en las historias para niños, para vivir el poco tiempo que me queda con la esperanza de que algún día la tengas en tus manos.

Varios lustros han transcurrido desde la última vez que escribí una carta así. En los años de juventud solo escribía inspirado por el amor; pero eso nunca volvió a ocurrir. Me pregunto por qué escribo esta vez? Será que he vuelto a amar? No tengo la respuesta. Uno nunca entiende lo que siente.

Quizás recuerdes que  siempre me han gustado las novelas de Dostoievski, y entre ellas aquellas en las que viven los personajes más particulares; aquellos que tienen el alma desdoblada. Puros y terribles, castos y pecadores, culpables pero inocentes, son como un espíritu en pena, partido en dos. Son el Fausto de Goethe. Mefistófeles no es el diablo que corrompe a Fausto. Fausto es Mefistófeles; Mefistófeles vive en Fausto, lo habita, lo corroe. Por eso Fausto es un espíritu atormentado. Lucha contra sí mismo, lucha por conquistarse cada día, en vano… Pero empecé hablando de los personajes de Dostoievski y no de Goethe…

…Marmeladov, es en mi opinión la máxima creación de Dostoievski; es la mejor muestra de la verdad oculta de la naturaleza humana. Marmeladov ama a su hija pero la prostituye; conoce su crimen, lo acepta y se arrepiente, se arrodilla y suplica perdón, pero sus pasiones son más fuertes. Marmeladov y yo tenemos algo en común.

…Soy desordenado, ya lo sé. Esta carta no tiene principio ni fin, pero concédeme esta pequeña licencia. Déjame hundirme libremente en el caos inmarcesible de mis palabras y matar mi alma en el delirio de mis sentimientos. Mi alma he dicho? Me pregunto en dónde estará, si es que la tengo. A veces siento como si hubiera perdido la capacidad de amar.

…Aglaya me dice que la he traicionado, que no he podido olvidarme de mi pasado amor. Pero Aglaya se equivoca. Cómo he de explicárselo? Si algún día te llega esta carta por favor responde, dame tus consejos. Puedes escribir algo corto, poner tu carta en la misma botella, taparla con un nuevo corcho, y echarla al mar, desde una balsa, lejos de los farallones, para que la corriente no la estrelle contra ellos y la rompa; debes dejar que se vaya con la corriente que viene hacia Odesa, atravesando el Bósforo. Seguro me llega. Ya verás… Pero qué cosas digo! Ya no hay tiempo. Es demasiado tarde.

Te decía que necesito tu consejo. Yo quisiera decirle la simple y pura verdad. Recuerdas a Katia? Durante el tiempo que estuve con ella la quise como a nadie, pero al final tenía claro que mis sentimientos por ella no eran aquello que los poetas llaman amor. Tenía mucho de ternura y cariño, de amistad sincera; pero le faltaba el fuego del amor. Y eso ocurrió siempre. El primer periodo que estuvimos juntos, por poco menos de un año, sentí esa ausencia de devoción absoluta hacia ella, por primera vez. Sentí que eso no era amor, que no podía ser amor... Y por eso la dejé la primera vez. En ese momento Aglaya todavía no existía en mi vida. Y entonces Katia viajó lejos, y la vida siguió, pero a su regreso, sin ninguna explicación volví a estar con ella. Pero después de un tiempo volví a pensar que sentía por ella un inmenso cariño, ternura, pero no amor. La llama del amor estaba ausente. Pero, cómo podría yo hacerle entender esto a Aglaya? Nunca me creerá. Pero he de decírselo, lo haré. Ella debe saberlo.

Mi querida Karenina, me haces falta. Solamente tú puedes entender el dolor que me atraviesa de lado a lado, como una navaja. Después de todo, los demonios como tú y yo también tenemos corazón.

Desde mi ventana miro la tarde gris, un pájaro vuela sobre los edificios, el otoño se ha revelado en toda su intensidad. Hojas ocres, verdes y rojas vuelan sin rumbo por el aire. El piso es un cementerio. Los árboles parecen manos macabras pidiendo perdón, levantándose desde el infierno. La ciudad entera me parece como una inmensa cruz que se levanta hacia lo alto, como buscando alcanzar la eternidad, mientras pedazos de madera vieja caen de sus costados, como naufragios.

…Desde la partida de Aglaya siento que perdí la mitad de la vida. Siento que la cruz en la que vivo me aplasta como una maldición irremediable, quitándome el aire. Cada inhalación es como una puñalada, y cada exhalación como una muerte.  Me pregunto si este dolor que siento no es amor? Acaso el amor es algo diferente a un intenso dolor, a este dolor? Después de todo este tiempo en que me negué amarla, no he llegado a amarla finalmente? No ha llegado acaso ese momento para mí? El momento de la mayor bendición es al mismo tiempo el de la mayor maldición. Todo bautizo es una condena. El amor me ha condenado y me ha partido en mil astillas, como un madero alcanzado por un rayo. Sí; creo que después de todo he llegado a amarla, contra mi deseo inicial, contra mi instinto de conservación. Pero ella no lo cree, jamás lo creerá. Mi querida Karenina, sé que ella no lo creerá. Es extraño. Cuando yo pensaba que había logrado imponer una barrera infranqueable para no volver amar estaba en el mayor error. Pero, mi querida Karenina, ella no lo creerá; lo sé. Pero debo decírselo, así no lo crea. Pero cómo!?

Si yo muriera antes que ella, me pregunto si Aglaya pondría flores sobre mi tumba. Ella cree que no la amo, pero se equivoca. Para mí ella es el esplendor del mundo. Es como un lago inmenso y puro que refleja la luz del sol y lo ilumina todo. Es como un viento ascendente en el levante, que arrasa todo a su paso: los techos de las casas, los sombreros de los transeúntes, las olas del mar. Es como una fuerza vertiginosa que atrae todo hacia sí, como un pulsar que palpita y gira en el punto más distante del universo... No pienso en nada que no sea ella.

Aglaya se ha ido. Está lejos y no responde mis cartas. Debo refugiarme en su recuerdo. Tomo en mis manos las cartas que me escribió hace tiempo, intento ver más allá de sus palabras, entender qué la llevó a amarme. Reflexiono y me pregunto si merecí en algo que me amara. Vienen recuerdos a mi mente: el día que la conocí, el primer baile, las esquelas que le envié, mi curiosidad por su vida, su amor por las obras teatrales de Chejov, sus ojos expresivos, diamantes brillantes; su olor… Karenina querida, jamás olvidaré su olor, la forma de su cuello, su risa. Cómo olvidarla? Sus manos, su cuerpo pequeño, sus abrazos, su forma de amar. Ella es como una canción; es como un atardecer en Quito, con balcones iluminados, iglesias fulgurantes y amantes enamorados.

Tendría que escribir no un libro, sino dos o tres, para contarte lo que siento. Ella se ha ido. Nunca más la tendré en mis brazos, nunca más será mía, me odiará y me enterrará en el olvido. Me clavará a una cruz, y le prenderá fuego. Escupirá sobre mi rostro. Y aun así, es ahora cuando más la quiero. Karenina, qué es el amor? No sabes cuánto sufro. Pero aun así no puedo imaginar algo mejor, ella sufrirá menos y yo pagaré mi culpa. Lo merezco, por haber mentido, por haber sido innoble, cínico, bajo y ruin. Mea culpa… Pero si le confieso todo esto crees que volverá a amarme? Seré digno de su perdón?

…Anoche le escribí una carta. Decía lo siguiente:

“Debe resultar extraño que después de un año todavía no sepas lo que siento por ti. Pero debes excusarme. Yo mismo no lo sé. Cuando miro hacia atrás veo nuestra vida como en cuadros. Pinceladas por acá y por allá han dibujado aquello que podría llamarse un cuadro de “nosotros”. Las imágenes bailan en mi mente, como una melodía. Tengo recuerdos de nuestra visita a tu familia a la vieja casona en las afueras de Odessa, los saltimbanquis desfilando por las calles, el olor de esa comida particular de tu tierra, no recuerdo su nombre; veo las luces de la troika alumbrando el camino durante nuestro viaje a esa otra ciudad en donde sentí por primera vez lo que era amarte sin reservas, gracias al distanciamiento de las calles, los paisajes y los lugares de siempre; recuerdo los acantilados que tuvimos que eludir, y tus ojos brillantes, mirándome en la penumbra, cuando abría los ojos en algún momento de la noche; pienso en esa vez que fuimos a un bailar juntos después de un largo día de trabajo… recuerdo las luces fulgurantes iluminando esa amplia sala, los músicos que tocaban esa nueva música que rompe toda la tradición cultural de nuestra patria, pero que sin embargo es como un arrullo del alma… Miro hacia atrás y veo más y más imágenes, como una cascada interminable de emociones felices, como un arroyo puro nacido en el seno de la más alta montaña. Recuerdo a tu perro viejo, robándose la comida de los demás, ladrón empedernido; y las primas pequeñas, los tíos sonrientes, todos juntos y felices, bailando con ese muñeco relleno de paja que en tu tierra queman el ultimo día del año. Los recuerdos fluyen por mi mente, como una nube de humo de colores, que me embriaga y llena de alegría. Cuando pienso en estas cosas voy a mi armario, abro el baúl de madera que compre en Petersburgo, en donde guardo las cosas importantes, y veo el dibujo que un artista errante hizo de nosotros por esos días. Miro tu sonrisa en el dibujo por un par de horas, y se ve tan real que siento que puedo viajar al pasado a través de él, abrazarte por el talle, acariciar tu cuello, la cara, pasar las manos por tu cuerpo, sentir el humor de tu cuello, y besarte como en esos días en que éramos felices, contemplando el mundo desde la más alta atalaya de la ciudad, en un abrazo invencible…”

La carta era larga, pero después de leerla la hice pedazos. Aglaya no entendería que cada letra de esa carta era una prueba de mi amor por ella, de mis sentimientos más sinceros.

…Lo mejor que hubiera podido pasarme es morir en un duelo por ella, cuando ese tipo Chichikov se le acercó y le hizo una propuesta impropia. Jamás debí dejar pasar ese momento. En el acto debí abofetearle y retarlo a un duelo de armas en la madrugada del día siguiente. Estaría muerto él, y yo habría sellado mi pacto de amor con ella; o estaría muerto yo, y entonces todo daría igual. Pero ella sabría que mi amor por ella fue real, que estuve dispuesto a dar mi vida por su honor que mi sangre estaba presta a correr bajo sus pies, buscando una última bendición antes de volver a fundirse con el frio eterno de la tierra.

Las cartas son como una confesión. Pero nunca he sido bueno en ellas.  Yo quisiera que al terminar de leer mi última carta ella sepa que la escribo inspirado por el amor que siento por ella. Pero ya ves como escribo de mal. Un laberinto de ideas, explotando como un torrente de abejas que huyen despavoridas de un panal atacado con una piedra. Así es mi mente, mis cartas, así soy todo yo: un caos ponzoñoso al cual nadie jamás se debería acercar. Y sin embargo, Karenina, yo tengo un corazón noble y bueno; si pudiera, me lo arrancaría y se lo llevaría en una caja de oro, con una esquela escrita con tinta de plata que dijera: “Para ti, como una prueba de mi amor”. Pero tal vez no sea buena idea. Sus manos no deben mancharse con mi ofrenda. Son demasiado hermosas para eso. Un día me quede mirándolas, por mucho tiempo, mientras ella dormía a mi lado. No sabes lo bellas que son! Ese día le di un beso en la frente, pero ella siguió durmiendo, como un ángel. Ignoro si las cosas hubiesen sido diferentes si ella pudiese saber todo esto.

El vodka ha hecho su efecto. La nostalgia me invade y pienso en ella, cada segundo. Tic, toc, dice el reloj. Y cada segundo es como una puñalada. Una, dos, tres, mil, pero no muero; diríase que mil samuráis han caído con sus sables sobre mí, atravesándome un millar de veces. Karenina, no sabes lo desdichado que soy. Solo pienso en cerrar los ojos y no abrirlos nunca más.

Cierro los ojos, por si acaso se cumple mi deseo, pero en lugar de ver el negro reconfortante de la muerte, vienen a mí nuevos recuerdos, fantasmas perennes, como aquellos de la opera  que vimos, o los que hacían ruidos extraños en la segunda planta de la casona de Odesa (la deben haber habitado por siglos). Los fantasmas van y vienen, a veces con ropa elegante, como la que ella usaba cuando nos conocimos, en las oficinas del ministerio, o la que se ponía cuando llegaba a mi puerta con una canastita de manjares deliciosos, traídos desde tierras lejanas, con una flor enredada grácilmente en la cabeza. Recuerdos, sentimientos, olores, visiones, todo en una sinfonía interminable.  Pero dejemos esto por ahora. Vas a pensar que soy un orate.

… Marmeladov ha tocado la puerta de mi cuarto anoche, en sueños. Cuando abrí la puerta allí estaba él, con la ropa deshilachada, la camisa mugrienta, un capote desvaído, un sombrero de copa comido por las ratas, y una sonrisa cínica y burlona. Tenía una botella de vodka en las manos. Solo quedaban algunas gotas en el fondo de la botella. Tan pronto abrí la puerta Marmeladov se abalanzo hacia mí, abrazándome fuertemente. Pude sentir su olor nauseabundo, a detritus y alcohol. Me tomó por las manos y empezó a bailar, como loco, arrastrándome por toda la habitación. Tumbó la lámpara y los libros, los vasos y el cenicero, riendo cada vez más rápido, con los dientes amarillos y pastosos, inmundos. No me soltaba. Sus ojos se llenaron de sangre negra, como agua de pantano, y lágrimas empezaron a salir de sus ojos. Con la cara desfigurada se quedó mirándome con horror, mientras se arrodillaba, alzando las manos al cielo, gritando Sonia! Perdóname! Perdóname! Perdóname! Y mientras gritaba, insectos, ratas y serpientes, salían de su boca, y Marmeladov convulsionaba, asfixiado, intentando respirar. En ese momento se puso en pie y empezó a correr hacia mí, implorando mi ayuda, mientras los animales salían por cientos de su boca. Intenté abrir la puerta de mi cuarto para huir, pero no había escapatoria.

En ese momento me desperté, sobresaltado, con el corazón palpitando como un galope de cien caballos. Fui al baño, orine y me lavé la cara. Me tomó varios minutos sobreponerme a la pesadilla. Cuando regresé a la habitación, todavía temblando, abrí la puerta de mi cuarto muy despacio, como temeroso de que en él hubiera alguien.  Pero no había nadie. Solo vi una botella de vodka vacía, un sombrero de copa sobre el diván que está puesto contra la pared y sentí un sabor amargo en la boca. Entonces comprendí. Miré al espejo, triste, desilusionado; y allí estaba yo, en su reflejo, Semyon Zaharovitch Marmeladov.

…Hace una semana no salía de mi casa. La necesidad me obligó a salir esta mañana. Debía comprar algo para comer. De camino a la plaza de mercado me hizo falta el tacto de sus manos. Me estaba acostumbrando a sentir sus manos pequeñas entre las mías. Después de caminar tres cuadras un sentimiento desconocido para mí llego de repente: era como una especie de tristeza súbita, glacial, como el aire del planeta más distante. Ese sentimiento irresistible invadió mi cuerpo como una ola y las piernas no pudieron tenerme más en pie. Caí al piso como un árbol milenario y cansado, me cubrí el rostro  con las manos y lloré como un niño. 

Pasaron diez minutos, por lo menos, hasta que pude incorporarme. Al hacerlo, bajé mis manos, las sequé con el pantalón, y levanté la mirada, los ojos vidriosos, buscando el rumbo que debía tomar. En eso momento la vi a ella, a Aglaya, al otro lado de la calle, en la esquina, mirándome con cara de reproche. Me paré al instante, me puse las gafas, todavía empañadas, y me dirigí hacia ella; pero en ese instante giró sobre sus talones, y caminando rápido se alejó del lugar, saliendo de mi vista. Quería hablarle, explicarle mis sentimientos, preguntarle qué hacía en la ciudad cuando yo la imaginaba en otro lado del mundo. Corrí tras ella, pero cuanto más me acercaba, mas rápido caminaba ella. La seguí así durante varias cuadras, hasta que la vi entrar a un edificio con una puerta negra, sin candado y sin chapa de ninguna clase. Entré tras ella y seguí el sonido de sus pasos ascendentes, subiendo una escalera; la seguí varios pisos, tres en total. No había más. Al llegar a la última planta no vi nada, los pasos se habían silenciado, ninguna puerta sonó. Me quedé allí parado, como esperando que pasara algo, por largo rato. Pero nada. Confundido descendí al primer piso y salí al frio de la calle, pensando en ella, recordando cada detalle, cada parte de su cuerpo.

Si supieras lo hermosa que es me entenderías! Te la describiré lo mejor que pueda, con lo poco que tengo de poeta: al inicio de los tiempos, poco después del séptimo día, dios descendió por el cráter de un volcán, y muy cuidadosamente buscó las piedras más preciosas. Buscó durante días, en esa caverna oscura de su creación, las joyas más resplandecientes. Después de tres semanas, mucho más de lo que le había tomado crear el universo entero, encontró dos de ellas, incrustadas en la dura roca – una al lado de la otra –, redondas y puras, transparentes; cada una era un zafiro diminuto, recubierto con un barniz insolente, casi imperceptible, de negro marfil. El creador les dio vida propia, y encendió en ellos sendas luces vivaces, como esas que tienen las luciérnagas del campo. Los tomó con cuidado, los guardó entre su barba y los llevó a su morada. Allí aguardó tranquilo algunos millones de años, y justo en el momento en que Aglaya salía del vientre materno, con disimulo, sin que nadie lo viera, le pasó su mano derecha por el rostro, dejando en ellos las piedrecitas milenarias. Karenina, si pudieras verlos; los ojos de mi amada son como un par de lágrimas de dios.

Alrededor de ellos – sus ojos – existe todo lo demás: un pelo negro y azabache, como de un corcel persa; un cuello delgado, con un par de lunares escondidos entre los bucles de su cabellera; lunares que marcan el camino hacia ese mapa esplendido del universo que es su espalda. Sus pies son pequeños y perfectos. Diríase que son como los pies de Lesbia descritos por Catulo: “Quo mea se molli candida diua pede / Intulit et trio fulgentem in limine plantam / Innixa arguta constituit soles”. Si supieras lo hermosos que son! Mi Karenina! Si supieras con qué dulzura los miro en silencio, cuando duerme a mi lado, con qué genuina devoción los admiro; pero estas cosas ella no las sabe, no las sabrá nunca, no debe saberlas. Verdad? Jeje, verdad? Karenina, sé que me crees loco, jeje. Y es verdad. Soy un hombre triste y loco que deambula en los laberintos grises de la mente. No la seguiré describiendo, no puedo; pensar en ella así, con tanta intensidad, me quita la poca cordura que me queda.

Cuando conocí a Aglaya me así a ella como un naufrago. El barco en el que viajaba mi amor por Katia se había ido a pique y quería dejar ese pasado atrás, mirar hacia el futuro, construir una nueva vida. Pero sólo hasta hoy comprendo el error que cometí en ese momento. Era imperativo exorcizar todos mis demonios antes de empezar una nueva relación. En cambio, Aglaya tuvo que cargar con todo su peso, soportándolos, paso a paso, cuando se atravesaban en nuestro camino. Los demonios se presentaron como recuerdos de los buenos tiempos que viví con Katia; como retazos del cuadro que es nuestra propia vida, que solo vemos desde la distancia. Y al verlos sentí nostalgia, melancolía, tristeza por lo perdido. Pero mi amor por Aglaya había crecido, y preferí no abandonarla. Ella cada vez conquistaba más mi corazón. Un día me llevaba un chocolate, otro día me sonreía desde la distancia, otro día usaba algún perfume que me trastornaba, y otro día lucía algún vestido llamativo. Los lunes usaba uno morado, de lana; los martes falda con una camisa blanca; los miércoles una blusa negra, cinturón rojo, y aretes; y así pasaba la semana, felizmente, y al verla pasar me embelesaba con su gracia particular. Todo eso elevó el tamaño de mis sentimientos por ella, llegando a ser algo que nunca supe en ese momento si era cariño, amor, ternura o deseo. Ahora creo que tal vez era una mezcla de todas esas cosas.

         Empezó entonces el periodo más terrible: una fase de transición, en la cual, sin haber olvidado a Katia, empezaba a querer a mi nuevo amor. Pero el periodo se extendió en el tiempo, contra mi voluntad. Debo reconocer que hay algo en mí que me impidió desprenderme de Katia para siempre. Era como una especie de adicción; una especie de necesidad irremediable de hablar con ella, de saber los últimos acontecimientos de su vida, si estaba bien o mal, si era feliz o no. Durante todo ese tiempo esperé que el destino pusiera punto final a esa cercanía enfermiza – que tanto daño le hacía a Aglaya –, poniendo en el camino de Katia a otro hombre, que la hiciera feliz. Así no me quedaría otro remedio que concentrarme en mis propios asuntos, y todo sería más fácil.

En cierto punto creí que las cosas saldrían bien. Katia empezó a frecuentar a alguien, y eso me dio tranquilidad; pero después supe que la aventura había fracasado, y el contacto reinició en forma de cartas, cada cierto tiempo, o citas esporádicas en un parque o un café, en donde hablábamos de la vida, de las causas de nuestro fracaso como pareja, de la imposibilidad de estar juntos otra vez. Durante nuestros encuentros había ternura en la conversación; pero no nos tomábamos las manos, no nos besábamos. Solo nos abrazábamos con cariño en la despedida, como dos niños que sienten que descubrieron el amor por primera vez, que todo terminó, y tienen miedo de dejarlo ir. 

         En esos días me pregunté mil veces si era posible amar a dos mujeres al mismo tiempo. No me reproches. No han pasado millones de hombres por el mismo dilema? No han muerto miles por la misma razón? Somos culpables de nuestros sentimientos? Si? Lo somos? Sea! Pero, no somos dignos aunque sea de un poco de compasión? Yo, te lo juro, intenté por todos los medios fortalecer mis sentimientos hacia Aglaya, olvidando el pasado lo más rápidamente posible, pero algo no funcionó. Karenina, estoy tan triste mientras escribo esto, que casi no puedo respirar. Me comporté como un cobarde, y sin embargo, quise hacer las cosas bien, solucionar el dilema, correr hacia Aglaya, abrazarla, bañarla en besos y bendiciones, agradeciéndole su amor y gritándole que la amaba. Pero no pude, Karenina, fallé. Soy culpable, mil veces culpable. Solo quisiera recibir en mi lecho de muerte, antes del momento final, cien azotes por cada lágrima que Aglaya derramó por mí.  Pero aún tengo más que decir sobre este punto. Pero por ahora me tomaré un respiro; es necesario, debo descansar.

…Después de la alucinación que tuve esta mañana, persistí en mi plan de buscar algo de comer. Caminé hasta la tienda de la esquina, en donde me atendió una campesina humilde, robusta y hermosa, como sacada de un cuadro de Vermeer. Me sirvió leche en un platón y un trozo de pan. Lo devoré todo con ansiedad. Al terminar le di a la mujer un par de Kopeks y partí con la intención de recluirme otra vez en mis aposentos. 

Al entrar a mi casa noté que estaba oscura y triste; como si hubiera adoptado los colores de mis sentimientos. Subí lentamente las escaleras que conducen a mi habitación. Subir cada peldaño me parecía como escalar una montaña. Así de mal me sentía. Abrí la puerta de mi habitación con cautela, como con miedo de encontrarme a Marmeladov esperándome en ella. Pero en lugar de encontrar a Marmeladov, vi un bulto negro parado sobre mi cama. Al oírme entrar se dio vuelta rápidamente y se quedó mirándome fijamente, con los ojos bien abiertos, casi desorbitados, como dos lunas.


Quedé estupefacto, sin saber qué hacer. El ser empezó a moverse hacia el espejo que está a la izquierda de mi cama, incrustado en la pared. Levantando la mano señaló el espejo, como pidiéndome que mirara su reflejo. Temeroso, pensé en salir corriendo, pero la mirada de ese ser extraño congeló mis movimientos. No tuve más remedio que permanecer allí, de pie, asustado, mirando hacia el espejo; pero en el espejo no había reflejo alguno. En su lugar había una especie de gruta, de portal a otro mundo. El ser fantasmagórico se adentró en ella, haciéndome gestos para que lo siguiera y eso hice. Esto es lo que vi:

Al dar el primer paso al interior del espejo noté que las paredes que nos rodeaban estaban húmedas, el piso estaba recubierto de musgo y flores muertas, y al final de lo que parecía ser un largo túnel se veía una luz tenue y azul, como de ultratumba. Acá y allá se veían piedras sueltas, pero bien talladas, últimos vestigios de un camino construido por pobladores milenarios.

Mi guía me tomó cierta distancia. Era mucho más ágil que yo, y era evidente que conocía el terreno bastante bien. Yo en cambio, menos ágil, aunque acostumbrado a este tipo de caminatas desde mis años de juventud, lo seguía con dificultad, medroso de perderme en ese mundo desconocido.

Mientras me entretenía con el nuevo paisaje percibí que mi guía sufría una metamorfosis. Pasaba de ser el bulto negro y amorfo que había visto en un principio, a una pantera negra, hermosa, inmensa como un león. Era un animal dócil, pero astuto; poderoso, pero ágil; con una mirada penetrante, pero terrible, como un rayo de Zeus. Le seguí durante lo que parecieron horas, días, semanas, hasta salir de la cueva a lo que parecía ser un bosque oscuro, nebuloso y gris, como plantado en el fin del mundo.

Cuando me sentía cansado y me dolían los pies de tanto caminar, ella me cargaba en su lomo, suave como un terciopelo de oriente; cuando tenía sed ella me cogía delicadamente con su garra, me cargaba en su espalda y dando un par de saltos inverosímiles me llevaba a alguna quebrada en donde yo tomaba agua helada, agradecido; si me daba frio, ella se acostaba en el piso, me ponía una pata encima y me daba calor.

Sin darme cuenta nos hicimos amigos. Podría decir que fueron los días más felices de mi vida. Si me daba hambre, ella lo notaba en seguida. En el acto salía corriendo, como una leona en busca de comida para sus crías. Después regresaba triunfal, con un bocado en la boca, y lo dejaba en el piso, a mi lado, para que yo lo comiera mientras ella se acostaba exhausta a descansar. A veces llevaba canarios, gacelas, garzas, vacas o perros, daba igual. Comíamos cualquier cosa que estuviera a nuestro alcance. Con el tiempo yo aprendí a cazar también. Todavía recuerdo el día que alcancé mi primera presa.

Nuestra amistad continuó creciendo. Por las noches yo le rascaba las orejas o le masajeaba la espalda. Si me detenía ella me miraba de soslayo, perezosa, y levantando un poco alguna de las patas delanteras me pedía que siguiera, y allí volvía yo a rascarle un poco más. Cuando me aburría por no poder hablar con nadie ella me hacía reír, imitando a los humanos. A veces bailaba polka, otras veces imitaba a un soldado en combate y recibiendo un disparo se hacía el muerto, otras imitaba a un cosaco en la estepa rusa, pero la escena que más gracia me causaba era cuando hacía el borracho. Quién lo iba a creer: a mi pantera le encantaba actuar!

Todo era perfecto hasta que un día, temprano en la mañana, mientras caminábamos por un valle amplio y luminoso, divisamos en el horizonte lo que parecía una plantación de rosas. Me subí en el lomo de mi amiga y corrimos hacia ellas con la velocidad de una locomotora. Cuando nos acercábamos me di cuenta que estábamos siendo atacados.

Desde uno de los costados del camino alguien lanzaba contra nosotros piedras que parecían meteoritos. Las esquivábamos con agilidad, pero una de ellas alcanzó a mi fiel amiga en una de sus patas. Malherida cayó al piso, y yo con ella. Mientras intentaba incorporarse percibí que una sombra gris se cernía sobre nosotros, como un ave rapaz, alzando una piedra inmensa en el aire, despedazando con ella el hocico de mi fiel protectora. Mi amiga profirió un último chillido de espanto y quedó inconsciente al instante.

Nuestro enemigo alzó la piedra una vez más, y golpeo a mi amiga con brutalidad una y otra vez, y otra vez más, rompiéndole el cráneo en cuatro pedazos. La sangre rodaba por doquier, pintada de ese purpura sagrado de la realeza; y yo, que había quedado atrapado bajo el peso de mi compañera, horrorizado, gritaba llorando, sin saber qué hacer. El agresor la seguía golpeando, cuando de repente empezó a reírse a carcajadas, cada vez más fuertes: “jaja, jaja”!… Cuál sería mi horror al alzar los ojos y ver allí a Marmeladov, con los ojos inyectados de sangre, a punto de estallar; la quijada desencajada; entre tembloroso y colérico; alzando la piedra una vez más y rompiéndola una y mil veces contra la cabeza de quien me había protegido con tanta devoción.

Cuando por fin todo terminó y Marmeladov se hubo ido, vi con desesperación que la sangre tibia del animal corría lacónicamente por entre las rocas y las rosas rojas que habíamos ido a ver. Me quedé allí, solo, con los ojos vidriosos, abrazándola, aun aplastado por su peso, con ganas de morir.

Aunque en esa tierra extraña no había días ni noches, creo que lloré por veinte días y veinte noches, abrazado a mi protectora, que alguna vez creí indestructible. Cuando el viento se llevó una parte de su peso y pude escapar de mi aprisionamiento, decidí volver. Milagrosamente encontré el camino y en un abrir y cerrar de ojos me encontré nuevamente a un paso de mi habitación. Tomé valor y entré en ella, sin mirar atrás. Todo a mi alrededor era silencio. Miré el reloj y solo había pasado una hora desde el momento en que había decidido ir por comida a la calle. Algo muy raro había pasado. Miré alrededor: no vi a nadie; pero encima de mi cama estaba el sombrero negro de copa alta, teñido con una mancha escarlata.

(…) He dicho que en algún momento sentí amor por Katia y por Aglaya al mismo tiempo. Pero después de cierto tiempo tomé la firme resolución de querer solo a Aglaya. Después de todo, ella había estado fielmente a mi lado, incondicional, me quería y era transparente. Mientras tanto Katia me desesperaba con su deseo de tenerme sólo para ella, con su deseo de amarrarme, exigiéndome siempre más y más tiempo. Durante los últimos días de la relación Katia me generaba un fastidio indescriptible. Siempre llena de recriminaciones y palabras hirientes. Siempre mostrándose como la mártir de la relación. Mientras tanto yo, trabajaba y trabajaba, intentando salvar el patrimonio familiar y a mi madre de la desgracia. También estudiaba hasta altas horas de la noche buscando aprobar el examen de ingreso a la Universidad Lomonosov, en donde quería estudiar derecho. Pero ella parecía no entender nada.

A medida que la duda fue creciendo concluí que Katia y yo no éramos compatibles. Ella no entendía mis sueños, mis ilusiones de grandeza, mi necesidad de estudiar disciplinadamente los fines de semana, en las horas libres, cuando ella quería que nos ocupáramos de cosas mundanas. Ella no veía la importancia en algunas de mis conversaciones, cuando yo le hablaba de política, de las nuevas ideas, del mundo en transformación. Si le hablaba de mis impresiones sobre el color azul, le parecía ridículo y reía. Si le hablaba de mi desprecio por los últimos rezagos de la esclavitud en Rusia le parecía revolucionario, si le hablaba de la guerra inminente en Europa, decía que estaba loco.

Mientras tanto, qué fascinante era mi Aglaya! Con sus ojos atentos escuchaba mis historias, asintiendo a las cosas que decía, pero de repente se ponía como roja, y contradecía mis argumentos con tal virulencia que yo prefería callar antes de proseguir una conversación que parecía un callejón sin salida. Y a pesar de su vehemencia, algunas veces equivocada y otras no, yo disfrutaba mucho esas conversaciones furtivas, que me hacían pensar que después de todo sí existía en el mundo alguien que se parecía a mí.

Recuerdo aún como sentí una conexión inmensa con Aglaya la primera vez que fuimos a un baile. Ella bailaba el vals como una princesa francesa. Su elegancia no tenía par, su vestir era impecable, y su rostro era puro como el de una virgen. Mientras tanto, a Katia le gusta bailar Polka, agitadamente, como al resto del pueblo ruso. A mí me irritaba. Jamás me ha gustado esa música… pero ah! Si pudieras ver a Aglaya bailando! Flotaba como en una nube!

Así empecé a quererla cada vez más, y empecé a olvidar a Katia. Solo nos seguían uniendo ciertos secretos compartidos, el saber ciertas cosas el uno del otro que nadie más sabe ni sabrá jamás. Creo que eso fue lo que trabó una relación tan fuerte, indeleble, tan difícil de dejar atrás. La verdad es que no sé si alguna vez lograré romper esa conexión con ella. Siempre seremos amigos. Pero tengo claro que cualquier gesto que pueda parecer una declaración de amor por ella deber tener fin. Sí, debo ponerle punto final.  Se me ocurre escribirle una carta que diga: “Muy querida señorita mía, sabe usted bien que la he querido con locura, pero esto debe terminar. Mi corazón pertenece a otra.” Pero no; no tengo el valor para hacerlo. Mejor será guardar silencio y simplemente actuar en consecuencia. No quiero herirla. Sé que le dolerá. Será mejor esperar a que ella conozca un nuevo amor.

Y Aglaya? La amo, pero Aglaya no quiere volver a verme, mi querida amiga. Es el precio que debo pagar por mis errores. Ay, Karenina, qué desgraciado soy. Estoy sentado al borde de un abismo. Bajo mis pies solo veo un farallón inmenso, interminable, sin final. En la lejanía sólo veo una mancha negra, como fauces amenazantes esperando mi caída definitiva. Emana de ella un vaho pestilente que me marea y me hace perder el equilibrio. Finalmente caigo…  la muerte me espera.

…Al abrir los ojos vi a un hombre joven, con barba corta, negra, y ojos verdes, como rasgados. Tenía una bata blanca y un estetoscopio colgado al cuello. Me abría lo ojos iluminándolos con una lucecilla particular. No entendí muy bien lo que decía. Al otro lado de la equina sólo estaba la mucama de la casa. Su conversación fue de este estilo:

-Hace cuanto lo encontró en este estado?
-No lo sé con claridad, han pasado tres horas desde entonces. Fue como a las cuatro de la tarde. Se acababa de poner el sol. Lo encontré en las escaleras. Tenía la mirada perdida en el horizonte, le temblaba la mano derecha, supongo que por el frio, le caía saliva por un lado de la boca. Estaba como en otro mundo.
-Notó si había consumido alguna sustancia extraña? Algo que hubiera podido hacerlo comportar de esa forma?
-No sé. Los vecinos dicen que de su cuarto algunas veces salía un olor como el del opio. Pero nada me consta. Malditos chinos.
-Qué hizo cuando lo encontró?
-Intenté hablarle, le pasé la mano por los ojos, lo llamé por su nombre tres veces, pero no reaccionó. Estaba como petrificado.  Como si hubiera visto al diablo. Entonces le pedí a Minka que fuera a buscarlo.
-Hummm… Linda niña, por cierto.
-Doctor, usted no cree en esas cosas verdad?
-Qué?
-En encantamientos y brujerías.
No. Ni el diablo ni dios existen. Yo soy un hombre de ciencia.
-Y entonces? Cómo explica esto?
-Debió ser el opio. Un hombre consumido por el opio.
-No sería consumido por el amor? Supe que hace poco terminó un compromiso de matrimonio con su prometida.
-Pamplinas. El amor no les hace esto a los hombres. Como se llama este hombre?
-Su nombre es…

Cuando el doctor por fin salió y me quedé solo, abrí los ojos, me puse una camisa, pantalanes y un gabán. Tenía algo que hacer.

         …Son las tres de la mañana pasadas cuando te escribo estas líneas. La hora definitiva se acerca. Iré por mi propia voluntad a entregarme. Tengo en el bolsillo de mi camisa una carta que pediré que le envíen a Aglaya como mi última voluntad. Me ha tomado una hora y diez y seis minutos escribirla. También le hice un dibujo. En él aparece ella, de niña, en la esquina de un balcón, en cuclillas, agarrada a una barandilla de oro con arabescos de todo tipo, con la mirada encendida observando una obra teatral. Los ojos, el pelo y la sonrisa me quedaron igualitos. Los conozco de memoria. La carta en la parte que más me gusta dice: “Te abriré en esta carta mi corazón de par en par, como un poema escrito en un libro de tres cuartos, para que puedas desempolvarlo de un soplo y ver el brillo que hay en  él, para que entiendas que de verdad te amé…” Te gusta? Cuánto quisiera escuchar tu respuesta! Mi corazón sufre. Solo quisiera saber si ella me entenderá. Pero ya nada importa! Sé que hoy mismo me colgarán.  Dentro de poco todo habrá llegado a su fin. Karenina, si alguna vez vuelves a ver a Aglaya dile que la amé, que lloré por ella, que luché contra mi propia debilidad con la fuerza de un gigante, que mi alma subió con ella al cielo para después caer al séptimo círculo del infierno!  …Mi Karenina, han llegado por mí; ha llegado la hora. He asesinado a Marmeladov. Tenía que hacerlo. Adios!

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