Thursday, November 25, 2010

Tarde feliz

TARDE FELIZ
10 de febrero de 2006

Tan solo tengo un amigo y una cruz. Tenía un perro pero ya murió. Así que solo me quedan el amigo y la cruz. El amigo está viejo y maltrecho. Perdió ambos ojos durante la guerra, y cuando hablo con él dice que solo piensa en morirse. Comparto su deseo con tal fuerza que parece que todos los suicidas que han existido en el mundo viviesen en mí. Mi amigo es ciego y torpe. Ya no aprende nada y no quiere aprender. Su mayor alegría es sentarse junto a la ventana en su silla de ruedas y escuchar a los niños del vecindario jugar. Solo entonces lo veo sonreír, levemente, de forma imperceptible. Si sale un poco el sol su sonrisa se hace más evidente. Pero después mi amigo se vuelve a encerrar en sí mismo, se arrastra como puede hasta su cama de inválido y después de reclinarse, mantiene su silencio imperturbable.

Al lado de su cama un florero que no encaja bien con el estilo de la habitación contiene un girasol. El florero está hecho de arcilla y tiene desportillados todos sus bordes. Cuando son las cuatro de la tarde el girasol recibe directamente la luz del sol y parece tan alegre y tan feliz, pero al mismo tiempo tan desesperanzado y taciturno que uno casi puede sentir a Vincent Van Gogh sentado en una butaca de metal y cuero -que se halla en la otra punta de la hipotenusa que cruza de una esquina a otra la habitación- contemplando a la tierna flor con una mueca feliz.

Hace calor. Mi amigo y yo lo sabemos, pero no hacemos el menor esfuerzo por aliviar el sopor que nos rodea. De repente, un petirrojo se posa sobre en la ventana. Explora con movimientos ágiles y secos el contenido de la habitación, e inmediatamente se voltea y echa a volar, sin decir nada, sin opinar nada. Le debemos parecer tremendamente aburridos.

Tengo un rosario entre mis manos. Es de madera. Lo rezo en silencio. Le pido a Dios no sé qué. Miro a mi amigo, ciego y triste, abatido con el alejamiento del pajarito cuya partida y batimiento de alas fue capaz de identificar, y aprieto el rosario con la mano que todavía me sirve. Qué nos queda en este momento de pena sino apegarnos a nuestra fé. A mi amigo le hace falta una pierna, también la perdió en la guerra. Miro su pierna amputada y recuerdo cuando siendo niños nacía la amistad y jugábamos al tarro en cualquiera de las cuadras del barrio. A él le gustaba una niña que se llamaba María José. Algún día la volvió a ver y la siguiente vez que hablamos me contó que le había parecido una Cenicienta, una desabrida, una tonta estúpida. Todo en uno. Así era él. Tan pronto odiaba como amaba.

Mi amigo y yo no hablamos. Lo que teníamos que conversar en esta vida ya lo conversamos. Ahora solo aguardamos el momento de la muerte. Tenemos 26 y 27 años respectivamente. No sé a él. Pero a mi me reconforta su compañía, y creo que a él la mía. No tenemos a nadie más en el mundo. A mis padres los mataron en el año 84, durante el exterminio de la izquierda en el país. Y a sus padres los secuestró la guerrilla y los desapareció después. Somos iguales. El quedó huérfano siendo aún muy niño y yo también. A él lo crió una vecina y a mi una tía. La vecina se casó con un hombre que la violentaba por las noches, y mi tía nunca tenía tiempo para mí. Era drogadicta y creo que ni siquiera se quería a sí misma. Así que crecimos solos, famélicos, pobres y tristes, en un barrio de casas amarillas y de tejados rojos.

Mientras pienso en estas cosas una gota de sudor cae por mi frente, y solo desacelera su paso ante la espesura de mis cejas, heredadas al parecer de algún fedayín del medio oriente. Pero los líquidos siguen su curso siempre, así que continúa lentamente su descenso sobre mi nariz, aguileña y gruesa, como de árabe e indígena a una vez, y finalmente se desvanece entre mi mano izquierda, sudorosa y gruesa, sucia y callosa, que pocos meses atrás no sabía cosa distinta a labrar el campo y amar a una mujer, mientras que ahora también sabe sostener un fusil, apuntarle a un ser humano, y darle muerte, sin la menor trepidación…


Camilo Enciso

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