Thursday, November 25, 2010

Las cuatro estaciones

LAS CUATRO ESTACIONES
29 de julio de 2005

INVIERNO. Es el 20 de diciembre del vigésimo cuarto año del Siglo de la Muerte. Un hombre traspasa con paso lento las puertas de la prisión de Landsberg, y respira tranquilamente el aire puro y glacial del invierno alemán. Sus ojos azules y profundos, como un océano de lava hirviente, contemplan los deshojados árboles de la ciudad. Un mostacho caricaturesco le da cierto carácter a su rostro.

La gabardina opaca que lleva puesta le llega hasta las rodillas y ondula suavemente al compás de la gélida, pero reconfortante brisa. Carga un sombrero en la mano. Una corbata oscura se oculta tras su abrigo.

En Munich le esperan. Y él, mientras tanto, respira y piensa.

VERANO. Una máquina de escribir martillea al interior de una celda como una metralleta. Cada explosión de ideas del “escritor” es transcrita con una rapidez extraordinaria por su diligente ayudante y mecanógrafo.

El autor de dicha obra, entretanto, camina regularmente por la habitación y solo se detiene de vez en cuando frente a alguna de las dos ventanas de la misma a contemplar a sus conciudadanos caminar bajo el aplastante sol de junio.

En uno de esos instantes, mientras redacta interiormente el torrente incontenible del siguiente párrafo de la obra, sin ningún motivo aparente, se imagina a sí mismo erguido como un orgulloso halcón ante una multitud febril, a la cual desprecia y domina, con el simple uso de la palabra, en tanto que ésta le idolatra como a un dios.

OTOÑO. Las hojas adustas y otoñales giran musicalmente en espirales ascendentes. Un dorado rayo de luz ilumina de forma tenue y mágica una esquina de la habitación. El hijo, ensimismado, observa impávido a su madre enferma, y entonces, sin que nadie le vea, llora. Enjuga con la manga izquierda de su abrigo negro las lágrimas que brotan de sus ojos. Respira profundamente. Intenta calmar el inminente estallido de llanto que presiente su garganta. El corto día por fin toca a su fin, y la noche, con su apacible manto universal, cobija a la población de Linz.

El hedor de la muerte inevitable ya contamina el aire estancado y corrupto del recinto. En cuatro semanas, Klara Polzl, habrá muerto.

PRIMAVERA. Primero. Las canas asomaban en la sien del hombre que en ese momento daba la orden de probar la eficacia del ácido prúsico del Dr. Stumpfegger sobre su perra alsaciana Blondi. Horas después, el 29 de abril del año 45, el Sargento Tornow envenenaba sin misericordia al animal, que minutos más tarde, yacía inerte sobre el suelo.

Segundo. La amante sin vida descansa al costado izquierdo del dictador. Su cuerpo despide un olor putrefacto a almendras amargas. El hombre de ojos de azulado fuego dirige una última mirada a su mujer, al tiempo que detona su revolver de 7.65 mms. sobre su sien derecha… Con él, el Tercer Reich ha muerto.

Camilo Enciso

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